El tiempo no reconciliado

Érase una vez … un ángel de la muerte. El ángel de la muerte era también llamado “el ángel de la última hora”. Su misión era separar del árbol de la vida el corazón agotado del hombre y llevarlo aún caliente rumbo a las alturas del Edén. El ángel de la última hora tiene un hermano llamado “el ángel de la primera hora”. El ángel de la primera hora da el primer beso al hombre en el momento en que se presenta a la vida (es el momento en que el hombre llora). El ángel de la primera hora también es aquél que da a cada uno un segundo beso, cuando, ya separado de esta vida, cada hombre despierta sonriente en la otra vida. Así como el ángel de la última hora da el último beso en la hora postrera de esta vida, su hermano, el ángel de la primera hora, da un segundo beso en la hora en que comienza la otra vida.
Jean Paul Ritcher se refiere a una época en que los campos de batalla estaban bañados de sangre y lágrimas. El ángel de la muerte era obligado a retirar de allí tantas almas trémulas que, en cierta ocasión, emocionado, estalló en llanto. Y expresó el deseo de morir al menos una vez en la piel de un hombre para conocer cómo es su último dolor. Eso le serviría, pensó él, para calmar ese dolor humano cuando continuase su delicada misión. Frente al deseo misericordioso del ángel de la muerte, todos los ángeles prometieron que en el momento de su muerte “humana” -a fin de que él supiese que estaba efectivamente atravesando el instante de la muerte- ellos le avisarían con un cielo resplandeciente. Su hermano, el ángel de la primera hora, también prometió que en aquél postrero instante lo besaría, confirmando que era la muerte la que llegaba.
El ángel de la muerte posó entonces sobre el campo de batalla, y se aproximó al último joven cuyo pecho todavía jadeaba. Al lado del bello héroe moribundo sonaban los gemidos indistintos de su novia, como un lejano grito de guerra. El ángel se recostó sobre el guerrero agonizante y con un beso ardiente aspiró hacia afuera del pecho abierto el alma destrozada, confiando esta alma a su hermano, el ángel de la primera hora. Y se arrojó como un rayo sobre la armadura vacía, penetrando el cadáver con su llama, devolviéndole al corazón nuevas fuerzas, volviendo a poner en movimiento el flujo vital.
La encarnación emocionó al ángel de la muerte. Sus ojos se sumergieron en el torbellino del nuevo espíritu terrestre, sus pensamientos -que en general volaban tan rápidamente-, ahora patinaban perezosamente a través de las brumas del cerebro. Los colores de los objetos se deshacían como manchas corrosivas y dolorosas. Todas las sensaciones se presentaban ante su yo más sombrías, más impetuosas. El hambre lo atormentaba, la sed le ardía, el dolor lo laceraba. Su pecho hundido sangraba y su primer soplo fue en dirección al cielo que acababa de dejar. “Es eso la muerte de un hombre”, pensó él. Pero como no vio la señal prometida de la muerte, ni los ángeles, ni el círculo ardiente en el cielo, se dio cuenta que eso no era sino la vida.
De noche, las imágenes interiores iban perdiendo su luz solar, y fluían en una mezcla de llamas y humaredas confusas y colosales. El velo mortuorio del sueño, por fin lo envolvió por entero, y, sumergido en el túmulo de la noche, ahí yacía él, rígido y solitario. En el sueño vio una rueda de ángeles, un cielo resplandeciente, y vio también su cuerpo, que parecía desligarse de él mismo. “Ah”, dijo entonces, con vano entusiasmo, “¡este sueño era entonces mi adiós a la vida!” Pero como despertó con el corazón oprimido, percibiendo la tierra y la noche, dijo para sí mismo: “No era la muerte, sino apenas su imagen, aunque yo haya visto el cielo estrellado y sus ángeles”.
Después vio a la novia del héroe sosteniendo su mano, ella no sabía que ahora un ángel habitaba ese cuerpo sufriente. Celoso de su propia forma, el ángel de la muerte no quería morir a fin de poder recibir de ella el perdón por haber enlazado en un único pecho un ángel y un hombre. Pero ella murió antes que él, de un dolor inmenso, frente al ángel en llanto. Con todo, antes de caer a su vez, él tuvo un último y supremo sobresalto. Se arrojó sobre el corazón del héroe, exclamando: “Y ahora estoy cerca de tí, hermano”. El ángel de la muerte imaginó entonces que su hermano -el ángel de la primera hora- le enviaba la señal, como habían convenido. Pero en torno suyo no había ningún cielo resplandeciente, sólo una oscuridad enlutada. Y él suspiró, pues no era la muerte, sino la tortura que le causa al hombre la muerte de otro.
“¡Oh, vosotros, hombres oprimidos!”, gritó entonces, “¿cómo podéis, pobres seres fatigados, como podéis envejecer, cuando se rompe y, por fin de desmorona el círculo de las formas que poblaron vuestra juventud, cuando las tumbas de vuestros amigos descienden en dirección a la vuestra como peldaños, y cuando la vejez es para vosotros un crepúsculo mudo y vacío, sobre un campo de batalla congelado?
¡Oh, pobres hombres!, ¿cómo puede vuestro corazón soportar eso?
Como se sabe, fue por intermedio del cuerpo del guerrero herido que el ángel tierno se introdujo entre los hombres duros, iniciándose en sus injusticias, deformaciones, vicios y pasiones. Así, el ángel al sentir odio por primera vez no pudo dejar de aterrorizarse con tal quiebre interior. “Infelizmente, dijo él, la muerte humana duele mucho”. Pero no era ella, pues ningún ángel apareció.
En pocos días él se cansó de esta vida que nosotros soportamos por medio siglo y deseó retornar al cielo. El sol de la noche atrajo su alma amiga. Las esquirlas que laceraban su cuerpo lo agotaron. Se fue al cementerio, el viento nocturno daba de lleno contra sus pálidas mejillas, y se arrojó con melancólica nostalgia sobre la tumba de su novia. Miró entonces hacia su propio cuerpo y le dijo: “Tú también te desintegrarás aquí, pecho alcanzado, y no me causarías más dolor si yo no estuviese aquí para mantenerte”. Y ahí revivió en pensamiento la penosa vida de los hombres, y los estremecimientos de su cuerpo herido le mostraban con qué dolores los hombres compran sus virtudes y su muerte, dolores que él ahorra a la noble alma que había habitado ese cuerpo. Se compadeció de todos los corazones torturados en torno de los cuales ninguna luz sino la esperanza de desaparecer de este viejo mundo para reaparecer en otro. Ahí el éxtasis abrió su herida, y la sangre, esta lágrima del alma se deslizó desde su corazón hacia la sepultura de su amada. El cuerpo que ya comenzaba a disolverse se cayó, perdiendo sangre voluptuosamente. Una nube oscura o una corta noche pasó como un dardo frente al ángel, trayéndole el sueño. Y ahora se abría un cielo radiante que lo envolvía con su luz y mil ángeles ardientes. “Heme aquí de nuevo, sueño juguetón” -dijo él. Pero el ángel de la primera hora, atravesando los rayos, avanzó en su dirección y le dio la señal del beso y dijo: “Era la muerte, tu serás para la eternidad mi hermano y amigo celestial”. Y el joven y su amada repitieron dulcemente estas palabras.
Lejos este es el más bello y fascinante cuento que conozco respecto a la muerte. Se llama “La muerte de un ángel”, y forma parte de A vida de Fixlein , escrito por Jean-Paul Ritcher, autor romántico alemán de fines de siglo XVIII. Su extraordinaria fuerza poética se perdería en caso que yo la resumiese con mis palabras. De ahí el porqué de haber reproducido casi literalmente, pathos incluido. No pretendo analizarlo. No osaría hacerlo. Sólo me gustaría prestar atención a esta concepción romántica sobre la muerte entendida como liberación, como descanso, como “sonrisa”, la muerte que nos libra del dolor, del hambre, de la sed, de la separación, de los celos, del odio, del cansancio, del desamparo, de la desesperación … La muerte como alivio y promesa. La propia caracterización del ángel de la muerte como el más tierno y delicado, como el mejor de los ángeles, el más misericordioso, el más compadecido, es revelador de ese estatuto amigable de la muerte. La inversión es clara: la vida como corroída, degradada, intolerable, mortífera; la muerte como conquista de una resplandecencia eterna. La vida, mirada desde el punto de vista de la muerte, como mucho más terrible que la muerte misma.
Más o menos en la época en que fue escrito este cuento, un poeta también alemán, Heinrich von Kleist, sale al mundo con un extraño proyecto en la cabeza: encontrar a alguien que se disponga a suicidarse juntamente con él. La historia de la vida y de la muerte de Kleist fue filmada por Helma Sanders Brahms en 1976, en una obra austera, casi seca, y que se hace eco de este relato de Ritcher, en un nivel que me gustaría evocar.
¿De qué trata entonces el film de Helma Sanders Brahms? De la torturada vida del poeta von Kleist, de origen prusiano, que el 21 de noviembre de 1811 pone fin a su vida a orillas del lago Kleiner Wansee, junto con Henriette Vogel. Durante toda su vida, Kleist busca precisamente esto: alguien que quiera no vivir con él, sino morir con él. Primero es su cuñada Marie, quien se rehúsa, después es su hermana casi andrógina Ulrike, quien también se rehúsa, después los amigos Dahlman, Pfuel, Lohse, Rühle, que deseaban “la bella muerte” de las batallas, pero no consideraban que la muerte de los dos representase felicidad alguna. Sólo Henriette Vogel está dispuesta a morir con él, ella que de cualquier modo está condenada a la muerte por una dolencia corporal, así como él está afligido por una dolencia del alma.
El film muestra las diversas circunstancias de la vida de Kleist, su carrera de oficial prusiano -con la cual él se desilusiona-, su sueño de una identidad alemana frustrado por esta nación de soldados y burócratas, su lucha por la lengua alemana, su dificultad de comunicarse, su creciente aislamiento, su miseria, sus viajes, y siempre la escritura, a la luz de las velas, en la silla o fuera de ella, sobre todo en el lecho, especie de tumba blanca, donde las sábanas extendidas parecen velos mortuorios. Y la escritura febril, y la destrucción de los escritos, y la reescritura … Y principalmente, atravesando todo: la nostalgia de la muerte. La muerte como promesa de un absoluto que el presente le rehúsa, la muerte como promesa de perfección que la vida le niega.
¿Qué importancia tiene para Helma Sanders Brahms filmar la muerte de un poeta de comienzos del siglo XIX? Ella dice: Kleist, en su autodestrucción, es un retrato de la Alemania actual. ¡Alemania sufre de la misma nostalgia de la muerte que Ulrike Meinhof y Andreas Baader, líderes del grupo de extrema izquierda Baader-Meinhof, que aterrorizó a Alemania en la década del ’70, de la misma nostalgia de la muerte de los nazis!
¿Qué tienen en común Kleist, uno de los mayores escritores en lengua alemana, los guerrilleros urbanos Baader-Meinhof y los nazis? Ella dice: la búsqueda orgullosa de lo absoluto, de la perfección. En la Edad Media, dice la cineasta, las danzas macabras en este país ya expresaban no sólo la nostalgia de la muerte, sino una relación casi tierna con ella. La muerte vista como la compañera familiar, amiga, redentora.
La pasión de abolición suicida no es, obviamente, monopolio del alma alemana. Ella también es fundamentalista, pero también puede ser americana en su fijación a la bandera, o hasta incluso carioca, para no hablar de ciertas constelaciones subjetivas contemporáneas en los grandes centros urbanos. Claro, en cada caso el mapa económico, cultural, socio-político, psicosocial, es otro. ¿Cómo comparar las condiciones de Prusia a fines del siglo XVIII con la banalización de la muerte en la Rocinha [3], o la reacción al capitalismo salvaje en la Alemania de los años ‘60-’70 al fundamentalismo chiita de los ’90?
No obstante, existe un punto que nos podría guiar en este funesto mosaico en que sentimos oscuras resonancias. Y es desde este punto que me gustaría partir. Un personaje de Dostoievski, en la novela Los Poseídos, Kirilov, dice en determinado momento la siguiente frase: “Voy a matarme para afirmar mi insubordinación, mi nueva y terrible libertad”. Kirilov piensa el suicidio no sólo como una insubordinación contra la voluntad divina, sino como una prueba de la inexistencia de este Dios. Si Kirilov muere libremente y experimenta en sí mismo la libertad de su muerte, habrá alcanzado lo absoluto, él será ese absoluto, y no habrá absoluto fuera de él. Alguien que se torna señor de sí, hasta en la muerte, a través de la muerte, éste será el señor de todo. El suicidio de Kirilov redunda en la muerte de Dios.
Su racionalismo, tal como comenta Maurice Blanchot, a quien acompaño en este comentario, es más o menos el siguiente: Los hombres no se matan porque tienen miedo de la muerte; el miedo de la muerte es el origen de la creencia en Dios; si puedo morir contra ese miedo de la muerte, habré liberado la muerte del miedo y derribado la fuente de la creencia en Dios. Con eso habré extasiado la muerte, anexando la desaparición a mi conciencia, en vez de ver a mi conciencia limitada por la desaparición que le viene de afuera. Y, así, me torno totalidad absoluta. La muerte como fuerza de lo negativo, pero operando en favor de una positividad absoluta, en que el ser dispone soberanamente del no-ser. Dostoievski ve en ese ateísmo militante (que un poco a la ligera y equivocadamente algunos identifican con Nietzsche) un sueño de locura.
Blanchot nota que esa intimidad voluntaria con la muerte, tanto de Kleist como de Kirilov, representa algo ilegítimo a través de aquello que esquivamos de la propia muerte. Pues, en esa omnipotencia, el exceso de deseo (deseo de morir) encubre el exceso de muerte. El suicidio, dice él, es una especie de afirmación del presente, una apoteosis del instante. Matarse es querer que el futuro sea sin secretos, para tornarlo claro y legible, tornarlo sin espesura, sin peligro. Ser señor de su fin y, así, apropiarse de la muerte extranjera.
En cierto modo, Rilke hace lo mismo, por otras vías, cuando le pide al Señor que le dé a cada uno su “propia” muerte. Existe ahí la nostalgia de una muerte personal, individualizada, en una época en que la banalidad de la muerte hace de ella un producto anónimo, fabricado al por mayor. En su libro Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, Rilke recuerda un tiempo antiguo en que cada uno llevaba consigo su muerte “como el fruto su carozo”. Los niños tenían una pequeña, los adultos una grande. Las mujeres la cargaban en su seno, los hombres en el pecho. Cada uno tenía su muerte y esa conciencia les daba dignidad, un silencioso orgullo”. La muerte como una obra de arte personal.
En estas figuras evocadas arriba, Kleist, Kirilov, una faceta de Rilke (porque existe otra que veremos después), lo que Blanchot critica es una especie de impaciencia con la muerte y su extranjeridad, la subordinación de la muerte a un tiempo de la voluntad, que es el tiempo de los hechos, tiempo del trabajo, en que se decide, se corta, se niega, se consuma alguna cosa.
En contraste a esa impaciencia voluntarista, la paciencia pide otro tiempo, un tiempo que no tiene fin, donde no hay límites ni forma, donde hay que sufrir el desorden de lo llamado lejano. Bajo el signo de esa paciencia, la muerte se torna no un objetivo, una meta, sino el extrañamiento de lo lejano.
Nosotros, los más perecederos de todos los seres, dice Rilke, (he aquí su otra faceta), no estamos sólo entre los que pasan, sino somos también los que consienten en pasar, que dicen sí a la desaparición y en quien la desaparición se hace habla y canto. La muerte, dice Rilke, es der eigentliche Ja-sager, “la auténtica decidora del sí”. O sea, en Rilke, a pesar de una cierta idealización de la experiencia del morir, en que él procura tornar la muerte invisible para nosotros, purificándola de su brutalidad, no deja de aparecer la inconmensurabilidad de la muerte, la muerte como lo inaccesible, lo desmedido, la indeterminación absoluta. La muerte como abismo. No como aquello que funda al hombre, sino lo que lo ahoga. No como un cielo que fundamenta y da sentido, sino el colapso de todo y cualquier fundamento y sentido. Abismo del presente, tiempo sin presente. El morir no como un hecho. Siempre se muere y no se acaba de morir. Es una condición paradójica que destituye a cada cual de su yo y de su poder, sobre el mundo, sobre los otros, sobre el tiempo.
En suma, dice Blanchot, habría como dos muertes (o dos concepciones mayores de la muerte): una en que ella tiene sentido, el no-ser como poder de negar, pero la fuerza de lo negativo funcionando como palanca de una totalización. La muerte como una verdad plena de sentido, la muerte como extremo del poder, como mi posibilidad más propia en que termino diciendo yo, incluso al morir. La otra muerte, que es más un morir que una muerte, más un rumor que un hecho, es del orden de la incertidumbre, del exceso, de la indecisión de lo que nunca llega, de lo que nunca deja de acontecer, de lo que no se consuma, de lo que siempre viene demasiado tarde o temprano, lo que acontece a “nadie” pues despoja a alguien de su propio yo.
Entonces yo diría que la muerte en el primer sentido es aquella que desprecia la vida. Es aquella que, al instalarse como fundamento de la vida, niega el valor intrínseco de la vida, sometiéndola al sentido trascendente de la propia muerte. Es un poco el caso del cuento de Ritcher, en que la vida aparece como una casi vida, y la muerte como pasaje hacia la vida verdadera. También de alguna manera, es el caso de la vida de Kleist, volcada por entero a ese absoluto que torna a la vida misma una media vida. Es, por cierto, el caso del “alma alemana”, como dice Helma Sanders Bramhs, que hizo de la muerte colectiva el gran ritual sacrificial del siglo XX. Y no quedan dudas que es el caso de todos los fascismos, fundamentalismos y absolutismos, cuyo pivot es lo absoluto frente al cual la vida es siempre poco, aunque el escenario para la materialización sea la propia tierra.
Al contrario de la muerte, el morir es otra cosa. El morir es el consentir en el pasaje, como dice Rilke, y a partir de ahí abrirse a la potencia de extrañamiento de ese lejano. Es lo que opera todo el tiempo despojándonos de todo fundamento para la vida, pero la vida no necesita de fundamentos ni de justificaciones extrínsecas a ella. El morir son las metamorfosis en que morimos constantemente, el morir forma parte de todos los devenires, pues a través de ellos siempre morimos en algo, a través de ellos siempre nos abrimos hacia otros, a través de ellos un cuerpo-sin-órganos deshace en nosotros nuestro organismo y libera virtualidades vitales insospechadas. Como lo dicen Deleuze & Guattari: “Cualquier intensidad vive en su propia vida la experiencia de la muerte, la envuelve”. Lo que ellos llaman experiencia de la muerte, propia de cualquier intensidad y transformación, es lo que Blanchot llama morir, en contraposición a la muerte como un hecho.
Y tal vez con eso ya podamos abordar lo esencial. La muerte tal como aparece en Ritcher, por ejemplo, es tan ansiada porque representa una liberación en relación al tiempo, es la negación del tiempo y su ultrapasaje en una totalización apaciguada. Era esta negación, que antiguamente se hacía en nombre de Dios o de la historia, o de la libertad o de la nación, o también de la belleza, de modo místico o atronador, cedió lugar a una nueva modalidad de negación del tiempo. La versión contemporánea de esta soberbia, versión posmoderna, en gran parte debida a los avances tecnológicos, a la velocidad de la telecomunicación, sobre todo al tiempo real de la informática, en que es abolido el propio tiempo, en favor de una instantaneidad continua, no obstante sin espesura, es la de una especie de inmortalidad tecnocientífica. Ya no vivimos más un tiempo que pasa, según el modelo clásico de la sucesión lineal, cronológica, homogénea, sino un tiempo instantáneo y continuo, sin espesura. Tiempo de la inercia del instante, como tan bien lo analizó Virilio. Es una especie de detención del tiempo, su inmovilización, su fijación en el presente, en el presente de la informática o de la televisión, o de la telecomunicación, un presente hipnótico que elimina cualquier pasado o futuro. En verdad, es la manera astuta con que la posmodernidad se atribuye una inmortalidad terrena, aboliendo el tiempo y su dimensión extranjera, construyendo una eternidad sin tiempo, sin dimensiones temporales, conjurando la potencia de extrañamiento del tiempo. El no-tiempo tecnológico y el no-tiempo absolutista resuenan entre sí.
Como contrapartida, el morir es la relación con el tiempo en su exceso (como en Proust), es la relación con el tiempo en su proliferación de dimensiones, incluso las de la memoria, en una especie de positividad intensiva. Un poco como en el Bergman de “El jardín de las fresas silvestres”. Un viejo médico sueña con un gran reloj sin agujas, y súbitamente aparece aterrorizado con la muerte que se aproxima. A partir de este pánico se desorganiza toda su vida y su tiempo homogéneo, lineal, glorioso. A partir de ese momento, comienza todo un extrañamiento con la vida, con sus excesos, con el exceso de memoria, toda una intensidad que despoja al sujeto de su voluntad arrogante y de su propia arrogancia, un estado en que los tiempos se mezclan, la vida gana un nuevo relieve. El reloj sin agujas no es el tiempo vacío de la muerte (a pesar de la visión del carruaje y el ataúd), sino la apertura hacia el tiempo multilineal del morir, el morir como potencia de extrañamiento e intensificación. No es que él súbitamente constató que el tiempo pasa y que envejecemos, que todo pasa, que la vida es una quimera, que nada vale la pena, que somos sombras pálidas vagando en la noche espesa. El morir es algo diferente de saber que el tiempo del reloj no se detiene o de que nuestro propio reloj se detuvo.
Sé que a esa altura, estas observaciones pueden parecer especulación metafísica o poética, pero me gustaría insistir en cómo esa diferenciación entre la muerte y el morir tiene un sentido fuerte y riguroso. Es Walter Benjamin quien ofrece una clave para entender qué está en juego aquí. Él comprendió el carácter profundamente histórico de la caducidad, o sea, su relación con el capitalismo. Según él, ya no vivimos más la antítesis entre el tiempo y la eternidad, ya que ella fue sustituida por la persecución incesante de lo nuevo. La producción desenfrenada de mercaderías, de “novedades”, siempre listas a transformarse en chatarra, no sólo es una carrera hacia la muerte, sino que también inscribe la muerte y el vacío en las propias cosas. Con esto, se reduce drásticamente la propia experiencia y se aguza el sentido de caducidad y la caducidad del sentido. En un primer momento, podría parecer que estamos en plena melancolía. Jeanne-Marie Gagnebin mostró en un reciente y primoroso ensayo (História e narração, Perspectiva, 1994) que, juntamente con esto, Benjamin resalta la conciencia aguda del tiempo surgida a partir de ahí. Según Benjamin es lo que caracterizaría a la literatura moderna (Proust, por ejemplo), pero también a los tiempos modernos.
A partir de esta tan lúcida observación de Benjamin, veo tres vías principales. Una cosa sería pensar: Tristes tiempos, los del capitalismo, de la producción desenfrenada de lo descartable, que nos obliga a correr a todos hacia la muerte, y que en el seno de las cosas se inscribe la muerte y el vacío. ¡Qué buenos tiempos aquellos en que existía la bella muerte, o aquella promesa de eternidad (como aquella idealizada y apaciguadora de Ritcher, o aquella personal de Rilke, o hasta aquella voluntarista de Kirilov, como también otras promesas eternitarias y absolutas, aún cuando se camuflan detrás de una terminología finitista). Visión regresiva, con todos los peligros políticos evidentes.
Otra sería: ya que la muerte está diseminada en las cosas como su germen constitutivo, la propia diferencia entre la muerte y la vida se esfuma, todo es sin sentido, hasta la muerte, sobre todo la vida… Hete aquí la visión posmoderna, complaciente, cínica.
La tercera posibilidad sería pensar en una época en que el capitalismo desterritorializó el tiempo de las cosas, insuflando en ellas su ilimitada precariedad, no sólo surge una conciencia aguda del tiempo, sino también se abren posibilidades para otras temporalizaciones, con su nuevo cortejo de extrañamientos, extranjeridades, aberraciones.
En ese sentido, no sería exagerado decir que hoy convivimos con varias estrategias en lucha. Todo corre hacia la muerte y la muerte está en todo, dice Benjamin. Frente a eso, los nostálgicos buscan todavía en lo absoluto extrínseco, no obstante familiar, de la muerte y el sentido que se les escapa debajo de los pies: vid de los fundamentalismos. El cinismo posmoderno da contorno a la angustia de lo descartable, intensificándola, pero maliciosamente. Bucea voluptuosamente en esta falsa eternidad sin tiempo, llamado tiempo real, que engloba todo y la propia muerte, erigiendo para sí una tele-serenidad, la destemporalización generalizada.
Pero continúa el susurro del morir, este rumor que nos trabaja constantemente, intensivamente. No hesito decir que le cabe al pensamiento, al arte, a la clínica, cultivar este arte del morir que hay en la vida y que la abre constantemente a dimensiones inclementes, no apaciguadas, no reconciliadas del tiempo.

Comentarios

Carlos Henrique de Escobar: Tengo algunas diferencias que me gustaría plantear. Una, respecto al cuento. ¿Me permitís una diferencia notoria ahí? A mí, por ejemplo, el cuento no me gustó justamente por el carácter romántico y por la concepción del tiempo, de ligazón de tiempo que implica; quiere decir, trabaja con una teoría de dos mundos.
En tu exposición, vos trabajás con Kleist, pero yo haría otro abordaje para capturar la cuestión del tiempo; uniría a los románticos Kleist y Kafka, por ejemplo, con una especie de cuestionamiento en lo sensible, de una cuestión que está siendo discutida en la historia de la filosofía por Montaigne, Pascal, Kant … Ellos también están discutiendo el tiempo, en la medida en que están discutiendo el sujeto.
Yo vería también toda esa literatura en ese sentido sólo para descaracterizar la importancia de ese cuento. Preferiría un cuento de Kafka o trabajaría con un aforismo de Nietzsche, por ejemplo, incluso porque vos concluiste siguiendo la posición de Deleuze & Guattari -que no irían en una dirección romántica, sino más bien en una dirección nietzscheana. Hasta cuando vos te referís al “morirse”, a Maurice Blanchot, por ejemplo, para mí no quedó muy claro el porqué de esa fuente, porque todo ese cuento está en desacuerdo con la conclusión.
Ahora dos cuestiones bien rápidas. Una es la siguiente: yo tampoco estoy de acuerdo con esa utopía -de Guattari, en particular- de las múltiples temporalidades abiertas por la informática, o en lo que él denomina post-mass media, ¿entendés? Me parece una cosa idealista y casi como una suspensión del cuestionamiento más militante y combativo de la cuestión capitalista -en él y en Toni Negri, por ejemplo. Ellos también circulan por una línea optimista respecto de esas múltiples temporalidades en una fase post-mass media.
Y la última observación es que con toda la admiración que yo tengo por tu trabajo -que lo conozco-, una protesta: la identificación del Baader-Meinhof como movimiento negador del tiempo. Yo hago una lectura inversa de eso: creo que ellos son afirmadores del tiempo, y con un alma alemana -sé que te referías a una persona que designó eso… No me gusta, tampoco me gusta la insistencia sobre los fundamentalistas. Veo una especie de posicionamiento político ahí -mismo porque vos comenzaste con un cuento negador del tiempo, por ejemplo, negador del tiempo afirmado- posicionamiento que yo llamaría reaccionario.

Peter Pál Pelbart: ¡Gracias por la provocación! Existe una cuestión que atraviesa todo este texto, varios otros míos, y creo que en varios otros textos que frecuenté y que es muy difícil de ser respondida: ¿por qué la insistencia de esta negación del tiempo? ¿Por qué es tan persistente y seductor? ¿Por qué moviliza tanto y produce tantas tragedias? Quiere decir, en un cierto sentido, lo que no queda tan claro es la seducción que ejerce esa perspectiva. Creo que un poco quise trabar una lucha cuerpo a cuerpo con eso, enfrentar esa cuestión de por qué eso seduce; porque cualquier teoría que niega el tiempo seduce… Pero no estoy hablando de París, estoy hablando de Río de Janeiro, no estoy hablando de cualquier área -puedo hablar del psicoanálisis …
En fin, comencé por lo más seductor: tratar de enfrentarme a esa seducción, dejándome seducir -porque es un cuento seductor. Podrás disentir con la táctica, o con la estrategia, o creer que eso ya es en sí una adhesión, pero no veo cómo pasar esa cuestión sin enfrentar esa tentación. Entonces, no aporta nada alejar con la mano -en un gesto fácil- y decir: “¡Todo eso es reaccionario! ¡Todo eso no me interesa!”
Ahora, si todo eso me atraviesa día y noche -no de esa forma, sino de otras, más seductoras, más contemporáneas … Eso es una forma, claro que fácilmente identificable, ¿no es cierto? Pero, ¿y todas las otras que no son tan claramente identificables con el género romántico ya muerto? ¿Qué hacer con ellas? Yo no tengo respuestas para eso, pero creo que tenemos que disponernos a esa proximidad, y digo más, es una cuestión muy compleja esta que me planteás. Me gustaría rememorar aquí un tramo de Mil Mesetas de Deleuze & Guattari, cuando ellos hacen una cita de una novela de Klaus Mann llamada Mephisto. ¿Qué cita es? Es la de un poeta diciendo cómo la poesía, o cómo los poetas sintieron como irrecusable la promesa de abismo que traía el nazismo: “¿Qué poeta permanecería indiferente ante una ciudad en llamas?” Y así sigue … El tono es totalmente … de pathos, pero la pregunta que está en aquél capítulo es justamente ésta: ¿por qué el nazismo se tornó objeto del deseo? ¿Qué pasión de abolición atravesó a todos en otros fundamentalismos”?
¡Si no entendemos la pasión de abolición que mueve eso, no entendemos nada! Ése es mi punto de vista, tal vez por eso ese comienzo sea una especie de lucha cuerpo a cuerpo: quedar más cerca de aquello que seduce.
En cuanto a la utopía guattariana sobre la producción de temporalidades por la tecnología… Recientemente estuvo aquí Pierre Lèvy -no sé cuántos de ustedes fueron a verlo- que es un especialista en tecnologías inteligentes. Él tiene una idea muy simple que voy a resumir en una frase. La idea no es suya, pero él la desarrolló. Dice: Habría como tres grandes períodos en la historia de la humanidad. El primero sería el período oral: las historias se pasan de generación en generación por relatos que se repiten, y esa repetición de relatos produce una especie de tiempo circular, por causa de ese carácter repetitivo. Con el surgimiento de la escritura -que ahí son letras que se suceden- habría como un estiramiento del tiempo, o sea, el tiempo con la escritura se torna línea recta. El tercer momento, él lo identifica con las tecnologías de la información e inteligentes, que no es ni un círculo ni una línea recta. Por ejemplo, en una computadora todos los datos coexisten virtualmente; entonces, esa coexistencia virtual no es ni una repetición, ni una sucesión: es una coexistencia virtual. ¿Qué temporalidades se extraen de esa coexistencia virtual? No puede decirse que esa nueva modalidad -llamada coexistencia virtual- no produzca otros tiempos.
Cuando Pierre Lèvy estuvo en São Paulo, fuimos a la presentación del libro de Arlindo Machado -del área de semiótica de la PUC/SP- que hizo el primer libro en CD-ROM producido en Brasil. Es un libro por el cual vos navegás libremente por quinientos atajos diferentes, componiéndolos a tu gusto. Se podría argumentar: “Bueno, Córtazar ya hizo eso”, o también, “cuántos otros no lo hicieron…” Bueno, sólo que esa tecnología tiene una particularidad: produce una descomposición de una narrativa que pliega el tiempo a su modo. Entonces, es imposible dejar de pensar que esa nueva tecnología no va a producir otras temporalizaciones. Como mínimo se produce otra narrativa.
Voy a dar otro ejemplo: Un investigador del cine resolvió hacer un film interactivo: El hombre de los lobos. En el cine interactivo el espectador interfiere en la narración. En la primera escena del film aparecen cinco o seis lobos mirando de frente, paralizados. Vos estás frente a la escena, pudiendo tocar a cualquiera de los lobos, y -dependiendo de la elección- él puede remitir a otra escena, como, por ejemplo, la Nochebuena; o sea, la víspera del sueño del hombre de los lobos. Todo eso porque él estaba investigando cuál sería el tiempo posible en el cine interactivo, ya que en ese caso no existe una narrativa cerrada: la persona puede entrar por donde quiera, navegar del modo que quiera, ¡del modo que vos quieras…!- respetando sólo algunas coordenadas mínimas que ofrece.
Entonces, ¿qué forma de narración es ésta? Él llegó a la conclusión que es una narración próxima a la del sueño, y que, de alguna manera, poco importa por dónde entrás. Hay ahí una coexistencia virtual donde vos podés ir desplegando los diferentes elementos, al mismo tiempo en que vas produciendo diferentes tiempos.
Estoy contándolo rápidamente, pero la investigación suya era sobre el tiempo: cuando se descompone una narrativa consagrada, tradicional, basada en el éxito o en una cierta circunstancia; en una idea de comienzo, medio y fin, ¿cómo queda el tiempo cuando ya no tiene más comienzo y fin? Por ejemplo, cuando vos entrás por cualquier lado; cuando -de alguna manera- vos podés retornar al inicio, no para repetir la misma historia, sino para comenzar otra historia. Por ejemplo: vos llegás al final, nuevamente los lobos, pero ahí… vos tocás otro lobo y modifica todo.
En el campo más concreto, yo diría que esas nuevas modalidades de temporalizaciones ya ocurren, entonces no veo por qué sería una utopía. Toda esa cuestión es absolutamente política: cómo aprovechar esa producción de tiempos en un sentido que los haga proliferar y no que sobreponga a todos a una única temporalidad: homogénea o hegemónica.
En cuanto a tu tercera observación, está claro que es una provocación, no a mí sino a Helma Sanders Brahms, una cineasta absolutamente de izquierda. Ella hizo un film para pensar Alemania, y fue totalmente ignorado en la época en que lo realizó. Nadie entendió qué estaba queriendo decir, y cuando ella habló del Baader-Meinhof, Kleist, los nazis -y ahí hay otras posibilidades en cuanto a esta sed de lo absoluto del alma alemana- es posible desplegar eso de varias maneras. Yo entiendo que esto no es un gesto de renuncia política. Yo lo entiendo así. Escobar, tal vez vos lo entiendas diferente. Tenés todo el derecho, pero Helma Sanders Brahms cuenta que exhibió ese film para prisioneros de la Baader-Meinhof -en la cadena donde el film fue pasado- y uno de ellos posteriormente comentó con ella, que casi no pudo ver el film, de tanto que se había reconocido en Kleist. Y mirá que no era un terrorista que había desistido de su proyecto político, como creo que Helma Sanders Brahms tampoco lo hizo.

Chaim S. Katz: Quiero decir que comulgo con Escobar, en cuanto a su crítica a lo que yo llamo optimismo ontológico de Guattari y muchas veces de Deleuze. Es como si, siguiendo los caminos del ser, en el fondo fuese a ser todo cierto. ¿Cierto qué?
En cuanto Peter hablaba quedé un poco con saudade de Epicuro, cuyo pensamiento expresado de una forma bruta fue abandonado en nuestro siglo. Epicuro dijo que la muerte, en verdad, no nos alcanza. Sería otra especie de negación-afirmativa de la muerte, porque en cuanto vivimos, ella no nos perturba; cuando morimos, ella nos perturba menos aún, pues ya está fuera de nuestro alcance o nosotros de ella. Es el mismo raciocinio que él tenía para hablar de la intangibilidad de los dioses. Epicuro insistía en que el tiempo debe ser trabajado por diferencias muy grandes -que nosotros conocemos con la noción de aquello que Lucrecio puede establecer, del clinamen -aquello que los cuerpos sean diferentes; las vidas, los actos, sean diferentes y que el sentido pueda entonces insistir, y que, con eso, se presenta la cuestión de la muerte como una inmanencia, que yo pienso que es un poco diferente de la muerte como virtualidad.
Todavía me quedé pensando que tal vez un poco de lenguaje viejo nos ayude. En un texto de Levinas sobre la muerte, su primer comentario acerca de Epicuro es: ¡Eso no me interesa, es muy prosaico!
Quiere decir, la muerte escapa de mí porque yo escapo de ella. De ahí la fascinación que yo siempre tuve por Epicuro y estoy siempre bien acompañado. La tesis de Marx, por ejemplo, también va por ese camino: las diferencias entre los atomismos de Demócrito y Epicuro; tomar esa negatividad de la muerte en cuanto afirmativa.
Lo que siempre me llama la atención -y me gustaría que Peter pudiese hablar un poco de eso- es que Kleist puso su propio cuerpo para hacer esta experiencia de lo absoluto, y pidió una compañera para compartirla, en cuanto que los nazis ponían los cuerpos de otros para hacer esa experiencia de lo absoluto: yo amo la muerte, pero yo digo quien va a morir. En cuanto que el romanticismo decía: yo amo la muerte y yo quiero morir en nombre de la muerte.
Para mí es un poco complicado plantear posiciones tan distintas de un mismo lado, pues tal unificación ignora la corporeidad y la muerte “propia”. Quedo un poco perturbado con la invasión de acontecimientos tan diferentes unificados por un significante unitario. Por ejemplo, me gustaría recordar a los anarquistas rusos que también sentían y vivían la muerte en cuanto absoluto, pero ellos se jugaban con las bombas para poder morir, y no sólo deseaban la muerte del otro.
Ya que se insiste demasiado acerca de los niños de la calle de Río de Janeiro, qué tipo de vida nosotros -ese nosotros es nuestro grupo social y político- ofrecemos a los chicos, o a los villeros, sino exponerlos a esa muerte… Nosotros llamamos a sus cuerpos para que sean cada vez más objetos y tener cada vez menos derecho a la vida, y después nos quedamos analizando a Río como caso patológico del Brasil. En ese sentido, reclamo de aquello que se está produciendo políticamente: una vía para los países llamados subdesarrollados, y otra vía diferente para los llamados países del Primer Mundo; y una vía para nuestros grupos y otra vía para los otros. Como si, con la pretendida “caída” de la obra de Marx, la lucha de clases se hubiese extinguido en el mismo momento …
A mí me gustó mucho el modo en que Peter articuló su texto, pero tal vez él nos ayude después -y Escobar hizo algunos planteos que deben ser considerados- para que podamos pensar también las diferencias; y yo realmente, ontológicamente soy pesimista, incluso por el sólo hecho de habitar aquí, pensar al menos en parte desde este aquí, y preguntar ¿qué podemos hacer nosotros, a no ser quedar sólo reclamando respecto a que Río es esto o aquello. Es una manera de aislar, de adolecer un cierto grupo, un cierto movimiento y, de nuevo, hay gente batiendo palmas para que los militares sean llamados a tomar el poder con el apoyo de todo el mundo. Hay mucha gente que yo conozco que está satisfecha porque, en ese momento, va a poder dejar salir a sus hijos a la calle. Incluso en el límite, también es necesario marcar diferencias. Una colega me contó que ya fue asaltada tres veces, y en la tercera oportunidad tuvo que conversar con los asaltantes. Me gustaría decir que es una de las pocas veces que los asaltantes pueden conversar con alguien. Ellos perdieron el derecho al diálogo en la ciudad.

Federico: Quisiera pedirle a Peter que siga explayándose a partir de la última frase, o sea, respecto a la perspectiva de las nuevas temporalidades. Pensando esas nuevas temporalidades, quiero resaltar dos aspectos que me resultaría interesante que comentés. El primero, es que creo difícil pensar la cuestión de las nuevas temporalidades -o del tiempo de una manera general- sin pensar la cuestión del espacio, y, en particular, a partir del planteo que vos hacés de las nuevas tecnologías, en el sentido de que ellas no son sólo generadoras de posibilidades, sino también de nuevas espacialidades. Ése es un aspecto. El otro, se refiere al propio contenido de esas nuevas temporalidades: si no se puede pensar un tiempo que en su propia naturaleza incorporase una noción o un sentido de incertidumbre. Quiere decir, un tiempo que ya no es más aquél tiempo lineal, homogéneo; que deja de ser homogéneo, me parece. O sea, un tiempo rugoso, de bifurcaciones. Eso significa que esas nuevas temporalidades no son sólo vivencias diferenciadas de tiempo y espacio. Pienso que tal vez sea necesario avanzar más en el sentido de pensar un nuevo contenido de ese tiempo, como una cosa novedosa.

Peter Pál Pelbart: Voy a comenzar respondiendo a la tercera pregunta. No sé cómo lograré enlazar las dos anteriores. No es un problema sencillo, por eso mismo terminé mi texto ahí, más a título indicativo. Ahora diré en líneas generales cómo yo pensaría la secuencia. Como es una investigación un tanto trabajosa que todavía estoy desarrollando, tengo cierto recelo de presentar síntesis demasiado precipitadas y precarias. Pero voy a partir de una idea extraña de Deleuze & Guattari sobre esta cuestión del tiempo: “Hubo en un momento una desterritorialización del tiempo”. ¿Qué quiere decir eso? Que el tiempo antes era local (había tiempos locales: el tiempo de una comunidad, el tiempo de un ciclo agrícola, etc.) y con el capitalismo todos esos tiempos (digamos: regionales) son sometidos (estoy esquematizando mucho) a una especie de mundialización del tiempo. Ya no existen tiempos regionales, sino el tiempo del mundo. Ahora, ese tiempo del mundo está dado por el capital, que no tiene fronteras. Es el capital que circula por el mundo entero. Es el capital, entonces, que produce un tiempo mundial; y es un tiempo sin relieve porque no respeta las regiones, las especificidades, etc. Es un tiempo homogéneo, lineal; es el tiempo de la ciencia -por lo menos el de la ciencia clásica: ése es el tiempo mundializado de un capital mundial.”
Yo sugiero, a los interesados, un libro fantástico y difícil de Eric Alliez Tiempos Capitales [4], donde él trabaja esa relación entre capital, temporalizaciones y subjetivaciones.
Lo que es curioso constatar es que a primera vista podríamos pensar que Deleuze & Guattari están absolutamente contrarios a ese tiempo mundializado, a ese tiempo homogéneo, porque es un tiempo que desterritorializó regionalidades, y, de alguna manera, somete a todos a lo único. Sólo quiero resumir una idea simple, pero complicada: esa nivelación del tiempo, hecha efectiva por el capital, esa homogeneización del tiempo en que cualquier instante corresponde a cualquier otro instante (o sea, no existe instante inminente, es un tiempo sin relieve), es esa nivelación que abre hacia otras posibilidades de temporalizaciones. Entonces, yo vería aquí -una hipótesis- una línea de demarcación en relación a ese tiempo homogéneo: Deleuze & Guattari, por un lado, y Heiddegger, por otro.
Así como Benjamin tiene, por un lado, una constatación de lo que produce esa mundialización del tiempo, por otro tiene -lo cual es políticamente importante- el entendimiento de que otras producciones temporales se abren a partir de ahí; eso no cierra todo; eso nivela todo, y, a partir de ahí, se abren otras posibilidades. Para Deleuze, por ejemplo, el cine mismo es un arte basado en un movimiento continuo. En verdad, es un tiempo homogéneo, y, con todo, ¡cuántos tiempos inventó el cine! Quiere decir, ¡cuántas otras intensidades temporales produjo!
Yo diría que esa idea, ese optimismo ontológico que tanto Chaim cuanto Escobar tienen reticencias en relación a él, yo quiero decir que estoy aquí con un ejemplar de la revista Chimères que los deleuzianos y guattarianos tienen en París, que trae una conversación de Guattari sobre el arte contemporáneo. Es una entrevista en la cual Guattari está considerando cómo el arte contemporáneo tiene la posibilidad de producir temporalidades propias:

-“¿Es posible hablar de producción de temporalidad?”, pregunta el entrevistador que también es artista.

“Digamos, producción de temporalización”, responde Guattari.

-“¿Sería una manera de descronologizar el tiempo?”

“Sería una composición ontológica del tiempo; un desarrollo composicional del tiempo; otra manera de sacudir el tiempo a través de los devenires”, responde Guattari.

-“Si yo lo sigo”, dice el artista, “el término arte contemporáneo no sería válido, sería mejor decir arte acontemporáneo”.

“Arte contemporáneo”, responde Guattari, “donde el cursor del tiempo, la flecha del tiempo es llevada al punto del foco autopoiético del tiempo, donde la categoría del tiempo se disuelve”.

-“Se disuelve y se recompone”, dice el artista.

“Se recompone en cuanto devenir”, responde Guattari.

Parece un diálogo hecho por Blanchot. Quien leyó L’ entretien Infini sabe…

Bien, es un poco esa idea. Yo sé que es sólo un breve comienzo…

Chaim S.Katz: Yo creo que tanto el texto que trajo Peter, cuanto los comentarios, y voy a usar la expresión “las perturbaciones” que se produjeron aquí, tiene para nosotros un interés que escapa un poco a una mera transmisión de saber, o a un régimen de significación homogénea a lo que es producido en varios lugares. Lo que nos interesa al producir diferencias e intensificar temporalizaciones, es no traducir el pensamiento que nos viene de la matriz francesa, o sea, no tomar una cierta línea previamente dada y repetirla siempre -e infelizmente- con los mismos ejemplos galos. De modo que comenzamos bastante bien, incluso para aquellos que encontraron al texto de Peter muy intenso para ser asimilado a primera mano. Pero yo pienso que él provocó la curiosidad y permitió que pensásemos diferencialmente. Eso fue posible, creo que realmente comenzamos bastante bien.

Entrevista con Antonious Vargas Escobar (transcripción compilada)

¿Cómo recibiste esta conferencia de Peter?

A. Escobar: Me gustó mucho y creo que es muy interesante lo que él señaló cuando él trabajó la noción de muerte y cómo la muerte tiene dos significaciones fundamentales. La primera, sería un poder de negación, y ese poder de negación aparece mucho en el romanticismo alemán: la muerte como verdad plena de sentido; la afirmación del yo cuando muero. Quiere decir, a esta visión romántica de la muerte Peter opuso otra visión, otra dirección, que aparece en la lectura de Blanchot: la muerte como un morir constante, algo que nunca se consuma. Como si fuese una metamorfosis: constantemente nosotros cambiamos.

Esas dos concepciones van a dar dos perspectivas del tiempo diametralmente opuestas. La primera de ellas, la muerte romántica como afirmación, conduce a una negación del tiempo; quiere decir: una afirmación de Dios, o de la historia, o de la nación, o de la belleza, etc. Esa negación del tiempo también va a aparecer, en términos contemporáneos, con la noción de instantaneidad: ya no existe más un tiempo que pasa, todo es instantáneo. Podemos ver eso en la televisión y en los audiovisuales. Por otro lado, él apunta hacia otra perspectiva, que es la de Blanchot, que se refiere a esa permanente transformación, donde la muerte adquiere tal vez otro sentido: una alegría de vivir donde comienzan entonces a existir varias posibilidades y varios tiempos. El tiempo visto como un cierto exceso, o sea, proliferaciones de direcciones posibles.
Tal vez la tarea que Peter señaló hoy aquí fue justamente provocar esas nuevas temporalidades, esas temporalidades inéditas. Creo que prestar atención a eso fue extremadamente interesante en su conferencia.

¿Podríamos también traducir ese “morir” como alguna cosa del orden del acontecimiento, donde lo nuevo, lo inédito, al presentarse, posibilita el inicio de un nuevo tiempo y así sucesivamente?

A Escobar: Sí, pero sería algo creativo. Un ejemplo tal vez -si pensamos en nuestra tradición- sea el movimiento estudiantil que durante un buen tiempo dijo: “El pueblo unido jamás será vencido” Esta unión -si seguimos la dirección que Peter nos indica- se puede traducir como: “El pueblo unido siempre será vencido”.

Lo que él indica son posibilidades de nuevas conexiones, de nuevos agenciamientos. Tal vez la tarea hoy -incluso del psicoanálisis- sea abrir esas posibilidades. Entonces, ese “morir”, que Peter trajo a colación con Blanchot, es justamente ese proceso de cambio de algo que nunca se consuma; nosotros nos metamorfoseamos constantemente. Eso es justamente lo que nos va a abrir hacia la vida y tal vez nos dé alegría de vivir.

En clínica, podemos pensar en la apertura de una posibilidad interesante en el sentido que el analista tiene que acompañar los momentos creativos de su analizando, o incluso -en otras palabras- rastrear esas pulsiones que se presentan, o ese “morir” constante que abre -como hablamos anteriormente- otras posibilidades para la vida.

A. Escobar: Concuerdo, y tal vez despertar hacia la alegría de vivir.

Fragmento del Libro Temporalidad e Psicanálise. Editora Vozes, Petrópolis, Rio de Janeiro, Brasil. 1996.
Autores: Chaim Samuel Katz (compilador), Peter Pál Pelbart, Jô Gondar, Aluisio Pereira de Menezes, Vivian Arab, Mário Novello.
Traducción: Andrea Alvarez Contreras
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor
Buenos Aires, 30 de octubre de 1998

El tiempo no reconciliado
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