El último exilio de Daniel Moyano

¿Ven en la huerta a un hombre que hace un pozo con sus manos y guarda un poco de tierra en un frasco pequeño, como si fuera tierra santa que trasladará a otras latitudes? ¿Ven allí ese hombre que mide con la vista el tamaño de un montón de páginas escritas y el agujero, para que no haya espacio para otra intención? ¿Ese hombre que hunde las uñas y las páginas de su última novela en la tierra como quien lanza una botella al mar? El vuelo del tigre, autor Daniel Moyano, dice la portada. Son tiempos de enterrar libros, quizás algún día sea tiempo para desenterrarlos. Allí se quedará el viejo Aballay, en el destierro de la huerta de Hualacato, un pueblo perdido entre la cordillera, el mar y las desgracias, invadido por los Percusionistas. Allí se quedará castigado hasta que aprenda la verdad del vuelo de los pájaros y pueda hacer volar las palabras otra vez. El hombre sabe que no verá crecer la planta de membrillo de su huerta de La Rioja. Que alquilarán la casa y que otros los verán crecer y harán dulce con ellos. Allí quedarán los libros y muebles amontonados, los que no pueda repartir entre sus amigos. No es un buen pensamiento para este momento y lo espanta como a un mosquito.

Este hombre está de pie en la cubierta de un barco. ¿Se lo imaginan diez días de pie en la cubierta de un barco, queriendo colmar sus ojos con la luz? El movimiento lo obliga a apretar las piernas y los pies dentro de los zapatos marrones con cordones negros. A veces quisiera dejarse ir como un niño entre los brazos de su madre. Es extraño que alguien que supo en una noche, la larga noche del golpe militar, qué es la cárcel, qué es cerrar una puerta sin volverse para mirar los libros, ni otros objetos imprescindibles: la máquina de escribir, el sillón, la cama de hierro; sin mirar siquiera a su familia, se haya llevado su casa entera en este barco, en el mismo momento en que decía No hay nada imprescindible. Cuando su casa sea palabras, se la llevará el viento, cuando las marcas de la cárcel sean palabras, se las llevará el viento, porque el viento se lleva las palabras. En unos meses más tal vez llegue a escribir algo sobre este vacío de palabras. Ahora mismo siente que la inspiración se le ha secado, que se le quedó en La Rioja, en algún cajón del escritorio del diario, en el boliche de la esquina. Quizás llegue a escribir un libro sobre este viaje lleno de fantasmas, fugitivo del tiempo y del espacio y sin embargo tan tangible. Un libro a la manera de bitácora y lo llamará Libro de navíos y borrascas. Un grupo de sudamericanos en un barco llamado Cristóforo Colombo, como este barco, hacia su destierro europeo. Una travesía desde Buenos Aires hasta Barcelona. Se le cruza el recuerdo de Los Premios de Cortázar. Un barco sin destino. Un grupo de desarraigados, porque qué otra cosa somos que gente sin lugar fijo que va y viene. Cuando nos corren de un lugar nos vamos para el otro, y así andamos desde que cruzamos el estrecho de Bering como dicen. No somos de ninguna parte y se acabó.

El hombre ha comenzado a trabajar como maquetista en una petroquímica. Un hombre que es músico, que es escritor, que es periodista, puede finalmente mantener a su familia en España como maquetista. La escritura no da para vivir y menos a alguien que se siente tan cansado. Silba un tango. Flor de alhelí, le dice a su compañero. Esos Re bemol son una maravilla. Lo silbaba mi viejo en el andamio y yo dale que dale en la guitarra hasta tocárselo sin ningún error.

Ahora el hombre está sentado en un bar y toma un café que no sabe a nada, pero que le entretiene el paladar. Pide al camarero unas olivas que es como aquí llaman a las aceitunas. Escribe con un bolígrafo negro, que es como aquí llaman a las lapiceras. Aunque prefiere su máquina de escribir. Tiene las hojas apoyadas en una mesa que se bambolea un poco y su cuerpo se inclina, quizás demasiado, sobre ellas. Él ha escrito en lugares peores. En un baño a veces. Sí, él ha escrito con la máquina de escribir en el baño de su casa, cuando no encontraba un lugar mejor para el silencio. Él ahora rescribe el inicio de un texto que terminó varias veces. Cambia algunas palabras, quita adjetivos que le exceden sentimientos. Cada vez que está a punto de emprender un nuevo vuelo y tiene esa típica sensación de pérdida, de que está olvidando algo importante, vuelve a este texto que le recuerda que hasta una cama de hierro puede ser liviana. Ahora que deja Madrid y el encargado ha vuelto a colgar el cartelito “Se alquila pieza”, quisiera que a él, como a las palabras, se lo lleve el viento. Al final, ¿qué me traje para aquí? Prácticamente nada: un hombre golondrina, una mujer de papel, un Re Bemol y unas pocas cosas más. Acaso un gallo que canta antes de tiempo. Por más que le doy vuelta a la cosa eso es lo único que queda. A este cuento le pondrá Golondrinas.

Quien mire a este hombre notará que tiene una preocupación. Desde que terminó el gobierno militar y volvió la democracia a su país, ha dejado de ser un exiliado. Él sueña con retornar. No lo sabe, porque cada mañana olvida su sueño. Él dice que no puede volver, que su hijo no tiene los documentos en regla porque no cumplió con el Servicio Militar en la época de la dictadura, que no le dieron la prórroga, que es un desertor. Dice que no quiere volver si no le devuelven el tiempo, la continuidad del tiempo. Que le devuelvan los amigos muertos y su vida allí cuando estuvo aquí. Pero el exilio es una ruptura en la cadena del tiempo. Como esos alimentos que se estropean cuando se rompe la cadena del frío, así el alma cuando se descongela, se pudre.

Este hombre ahora está en un bar de Oviedo. Un Sudaca en la Corte, suele decir de sí mismo. Por fin ha encontrado un equilibrio entre su vocación y su economía y ahora vive discretamente de su oficio de escritor. Tiene una libreta en la mano donde escribe palabras sueltas y cada tanto una pequeña frase. Su aspecto es el de alguien visiblemente enfermo. Se siente fatigado de responder siempre a la misma pregunta. ¿Volver a la Argentina? Bebe un sorbito de vino. Aquí está entre los suyos. Aquí lo quieren por lo que es, lo respetan por lo que hace. Dónde sino aquí le dicen buenos días compañero y él sabe que es cierto. Esto es textual. Lo atestiguan las cinco personas que están hoy por la tarde en el bar de Oviedo, a pocos metros de donde en pocos años más habrá una calle con el nombre de este hombre. Calle Daniel Moyano en Oviedo, Asturias. Muy pocos argentinos han caminado por ella.

El último exilio de Daniel Moyano
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