La supervisión con educadores de comunidades terapéuticas de toxicómanos

Vamos a exponer a continuación algunas observaciones y reflexiones que la experiencia de supervisión con los educadores de la comunidad terapéutica HAIZE-GAIN, nos ha posibilitado.
Nadie cuestiona hoy en día la importancia y la necesidad de supervisión que el o los terapeutas tienen en algún momento de su quehacer con pacientes o grupos de pacientes. Es de sobra conocido que desde en todas las escuelas y corrientes de psicoterapias de orientación psicoanalítica (se trate de psicoterapia individual, grupal o psicodrama psicoanalítico) (Thoma y Kächele,1989; Martí y Satne 1986) por ejemplo, es imprescindible durante la formación un tiempo de supervisión. Posteriormente, satisfecho un cierto grado de formación es a veces necesario, a veces aconsejable, puntualmente o de modo más prolongado, períodos de supervisión de aquellos casos, grupos, episodios etc que se vuelven conflictivos o recurrentes en el proceso terapéutico.
Son dificultades que envuelven al terapeuta y merman su capacidad operativa obstaculizando y contaminando la comprensión de los fenómenos que percibe, impidiéndole intervenir cuando es necesario. A veces es un “no ver” lo evidente, a veces es una distorsión de lo que tiene delante, a veces es un malestar indefinible que le saca de su teórica neutralidad, otras es una implicación excesiva en los problemas de los sujetos. Suceden tanto en la relación terapéutica individual o grupal, trátese de una técnica exclusivamente verbal o con técnicas activas, teniendo además cada una de estas, dificultades específicas.
En cualquier caso, son obstaculizaciones que si no se conocen y manejan adecuadamente provocan un efecto de impasse y frecuentemente acarrean el fracaso de los procesos terapéuticos.
Es el psicoanálisis quien ha sistematizado, explicado y profundizado en las causas y sentidos de estas dificultades recurrentes en que el psicoanalista, el terapeuta, el coordinador de grupos, o el psicodramatista, se ven inmersos, independientemente de sus conocimientos teóricos y de su buena voluntad. En psicoanálisis se entiende que muchas de estas dificultades tienen que ver con la “contratransferencia” que se define como el “Conjunto de reacciones inconscientes del analista frente a la persona del analizado y, especialmente, frente a la transferencia de este” (Laplanche y Pontalis, 1983, p. 84).
Para dar cuenta de la importancia de este controvertido concepto basta señalar que el propio Freud en su trabajo del “El porvenir de la Psicoterapia Psicoanalítica” (1910b ) condiciona el progreso de la psicoterapia psicoanalítica, entre otros tres factores, al avance en la comprensión de la contratransferencia. Esto lo llevará más adelante a exigir el psicoanálisis del candidato a analista, como requisito imprescindible para llegar a serlo.
La consideración y el manejo de este fenómeno ha ido evolucionando desde entenderlo como un obstáculo a tratar de evitar, hasta verlo como una importante fuente de información para el terapeuta, que poniendo en juego los efectos de sus reacciones inconscientes ante el paciente, puede descubrir qué de lo que el sujeto transmite inconscientemente, le está haciendo sentirse, hablar, actuar o ubicarse del modo en que lo hace, muchas veces a pesar suyo.

Teniendo en cuenta que en sus orígenes los terapeutas grupales (de orientación psicoanalítica) solían ser analistas individuales, los conceptos teóricos y métodos técnicos del psicoanálisis individual fueron aplicándose a la psicoterapia grupal analítica, aunque frecuentemente las aportaciones también eran a la inversa. Un ejemplo de esto lo constituye lo que puede considerarse como corriente argentina dentro de la psicoterapia psicoanalítica y de la psicoterapia grupal analítica que se sitúan en torno al Grupo Psicodramático Latinoamericano y la Escuela de Psicología Social (Pichon-Rivière, Quiroga, Bauleo, Moccio, Martínez Bouquet, Rodrigué, Langer, Grinberg, Kesselman, Pavlovsky ) por citar algunos.
En este sentido hay un concepto de contratransferencia de Pichon-Rivière (1975) que nos parece muy acertado y gráfico. Propone este autor que si la transferencia es la adjudicación (al terapeuta por ejemplo) de roles inscritos en el mundo interno de los sujetos (padre, madre, objetos de odio, de amor etc..), la contratransferencia es jugar el rol adjudicado, sin caer en la cuenta de ello.

Sirvan estas pinceladas para recordar la importancia fundamental de la supervisión en todo proceso terapéutico que se articule dentro de unos parámetros éticos que garanticen que el terapeuta no esté enfermo de omnipotencia. Epidemia frecuente entre los profesionales que reciben una demanda de un/unos sujetos que sienten necesidad de ser escuchados o ayudados en las dificultades que no pueden resolver.
Cuando alguien se constituye como terapeuta, u opta por el deseo de serlo, tiene hoy día suficientes cauces como para ponerse en camino.
Pero en todo contexto terapéutico hay funciones que no son definidas explícitamente como las de terapeuta, pero tienen efectos terapéuticos evidentes. Un ejemplo claro de ello, casi un paradigma, es la comunidad terapéutica. Desde la óptica de un paciente o de su familia, desde que se plantea la demanda, hay toda una envoltura institucional del sujeto y de su entorno que trata de contener y reorganizar las distintas esferas en que se manifiesta y materializa lo que hace que el sujeto padezca la patología de la que se trate: esfera intrapsíquica, relacional, familiar y social. Y para cada una de estas esferas el sujeto cuenta con personas con funciones específicas: terapeutas, asistentes sociales, compañeros, educadores, personal sanitario etc…
En esta estructura institucional, todas estas figuras cumplen inevitablemente una función terapéutica más o menos intencionadamente, de modo más o menos manifiesto. Pero sobre todo todas ellas son objetos de transferencia tanto del sujeto como de su familia. El encuadre terapéutico fomenta y encauza esta transferencia en el caso del terapeuta, brindándole por su formación el manejo de la misma de un modo operativo, a la vez que le brinda una cierta protección con respecto a los efectos de esta. Es ahí donde más allá del encuandre, la supervisión permite la elaboración de los efectos de transferencia y contratransferencia.
El resto de los estamentos no está exento de los efectos de transferencia pero en principio no dispone de los cauces para poder entenderla y manejarla.

Un caso especial de esta situación es la figura del educador.
Ya el propio título encierra una cierta paradoja en cuanto a las funciones del educador. Sin entrar en cuestiones como definir lo que es educar, se supone que se trata de educar al toxicómano que intenta dejar de serlo, en normas, hábitos, modos de vida y de relación saludables en contraposición a las que el sujeto hasta ese momento tenía y que son implícitamente o por ausencia, patógenos.
Esto, sitúa al educador al menos, en una posición de ideal a imitar, dado que lo mínimo que se le va a exigir es la coherencia con lo que postula desde esa posición. No se trata de enseñar a leer, a coser, matemáticas o jugar al fútbol. En todo caso se trata de educar en el ser , ser un individuo, tener una determinada imagen de sí, tolerarse y tratarse de un modo determinado (en relación a la autodestrucción por ejemplo), posicionarse de un modo diferente con respecto a la satisfacción y a la frustración, y sobre todo un ser en relación a los demás, con las gratificaciones, frustraciones, heridas narcisistas e identificaciones especulares que la relación con los demás entraña. Es decir toda la diversidad que supone un sujeto en su relación con el medio y consigo mismo.
Tan vasto quehacer queda pronto obviado por indefinido e imposible, pero eso no quita para que, sobre todo en momentos críticos, vuelvan al educador como cuestionamiento y preguntas más o menos angustiosas. Es decir que sin que nadie lo diga, ni de palabra ni por escrito, el ideal de persona a encarnar por el educador para ser imitado por los residentes, sigue operando más o menos activamente.
La convivencia cotidiana, con sus variadas y múltiples situaciones de exposición a la mirada de los demás, hace imposible la consecución de todos los intentos de identificación al ideal y el desempeño del mismo. La posición con respecto a ese ideal, su exigencia y la aceptación de los fracasos pasará factura siempre por el lado del malestar personal y la activación de conflictos propios.
Es decir, la situación de convivencia en una comunidad terapéutica entre educadores y residentes encierra a nuestro entender, al menos cuatro ejes:
a.-El de la convivencia en comunidad del propio educador con otros educadores.
b.-El de la convivencia en comunidad del educador con un grupo más o menos coherente de residentes.
c.-El de la convivencia en comunidad del educador con individuos residentes en situación de demanda.
d.-El de la relación del grupo de educadores con la institución.

a.-Convivencia en comunidad del propio educador con otros educadores.
En el primer eje se prenden todos los aspectos de cualquier relación profesional y personal: filias y fobias, amistades y rivalidades. Jerarquías y competencias. La particularidad de ser un grupo que convive con variada intensidad y frecuente regularidad, genera una dinámica particular. Es decir todos los fenómenos de transferencia, resistencia, clivaje, liderazgos y antagonismos, identificaciones y proyecciones, ansiedades, y fantasías referidos al grupo de educadores, de los sujetos educadores al grupo y del grupo a cada educador aparecerán aquí inevitablemente.
Es decir que el grupo de educadores sea concreto o abstracto genera un imaginario grupal (Anzieu, 1986) a cuyas influencias está sometido. Es un grupo de trabajo pero como tal está bajo la influencia de los Supuestos Básicos (Bion, 1942) pertinentes en función de la ansiedad que genere.
Es decir de por sí es un grupo que genera una dinámica propia, como cualquier otro grupo. Esto significa rivalidades, alianzas, acuerdos, desacuerdos, sabotajes, cooperaciones y un largo etcétera de vivencias que facilitan y obstruyen el quehacer del grupo de educadores. Son funcionamientos personales y grupales cuyas causas permanecen ocultas a la conciencia de sus miembros, pero cuyos efectos se hacen evidentes en las dificultades cotidianas de funcionamiento grupal.

b.-La convivencia en comunidad del educador con un grupo más o menos coherente de residentes.
Es la dinámica de los sujetos constituidos en dos grupos puestos en comunidad pero ocupando posiciones diferentes sobre todo respecto de la norma, que determina roles complementarios: de protector-protegido, de cuidador-cuidado y en muchos casos, en particular por tratarse de toxicómanos, de vigilante-vigilado. Vigilante en cuanto que en los sujetos toxicómanos es particularmente frecuente e intensa la tendencia a dejar y ver en otros la norma que han de transgredir para la consecución de su satisfacción pulsional.
Muchos trabajos sobre toxicomanía hacen referencia al papel periférico del padre en la vida familiar y personal de toxicómano. Nosotros preferimos especificar que se trata más bien de la “función paterna” (Milmaniene, 1989). Esto marca, creemos, gran parte de los modos de relación con los educadores, en los que la demanda es de autoridad. Es una demanda de límites, de prohibiciones y de tolerancia y aceptación. Aunque los modos de plantear esa demanda sea justamente el desafío, el engaño, la rivalidad, el boicot y la mentira. Esto en grupo, produce frecuentemente la complicidad y la alianza contra el educador y el grupo de educadores, el engaño y el encubrimiento en las transgresiones a la norma pero también la seducción, la delación y un largo etcétera.
Como efecto someten al educador a un juego de roles complejo que inevitablemente lo pondrán ante sí mismo, ante sus propios conflictos con la autoridad, ante la propia historia del sujeto El conflicto aquí como consecuencia de contratransferencia, vendrá a instalarse en los puntos más débiles de su ser. El educador aquí está en una posición de doble dirección. El equipó de educadores lo protege y le da una referencia pero también lo controla. En el educador se evidencia sus modos de ejercer y de vivir la autoridad, su relación con los propios ideales y el modo de negociar con ellos. Lo que de cara a los residentes requiere de coherencia y firmeza, ante el grupo de educadores se quiebra y se somete conscientemente o no al juicio y aprobación de los compañeros.

c.-La convivencia en comunidad del educador con individuos residentes en situación de demanda.
Entendemos aquí la dinámica que se establece individuo a individuo. Es el vínculo privilegiado de la transferencia y sus efectos en el educador. Y es así mismo el ámbito en el que el educador está más desprotegido ante su implicación personal. Podemos distinguir al menos dos aspectos:

c.1.-La relación educador residente como refugio de la relación residente-grupo y las ansiedades que esta despierta.
El trato interpersonal permite volcar en él todo lo que en la relación grupal el sujeto protege ante el grupo. En la literatura referida a psicoterapia grupal es frecuente considerar la relación dual como resistencia a la relación grupal. Así, la demanda de atención individual hecha al terapeuta, salvo excepciones, se obvia y suele devolverse al grupo. Pero en el contexto de una comunidad esto no tiene el mismo sentido. La relación del residente con el tutor por ejemplo es fundamental en la comunidad, lo que no evita que en ella el residente puede decir y demandar en definitiva, todo aquello que en grupo no puede o no quiere.
Es responsabilidad del educador dar respuesta o encauzar las demandas así planteadas. Pero esto no está exento de efectos en el coordinador. Aquí es fundamental la empatía, pero es esta misma la que pone al educador en frecuentes contradicciones entre su función y su persona. La contradicción entre lo que se debe y lo que se siente. El trato se humaniza y ahí es más difícil mantenerse en la función de educador, aunque se podría cuestionar si hay que hacerlo. Esta es una pregunta que acude frecuentemente bajo diversas formas a la supervisión.
Otro aspecto complementario a este, es la consecuencia de la convivencia cotidiana y la exposición a la mirada de los otros que esto conlleva. El educador está ahí expuesto a ser puesto en evidencia por las contradicciones entre lo que predica y lo que hace. El contexto es propio para ello. El residente, por el lugar que ocupa en la comunidad, está sometido a influencia, autoridad y control del educador y es fácil pensar que esto lo lleve a una situación de sentirse sin muchos derechos. Así los elementos más privados e íntimos de su persona están necesariamente expuestos y sometidos a la intervención de un tercero. No sólo su relación con la droga, también con la sexualidad, con el amor, la rivalidad, los estados de ánimo, el deber, las tareas y un largo etcétera han de estar expuestas a la observación y juicio del educador. No es demasiado descabellado pensar que cualquier oportunidad de revancha es bien aceptada consciente o inconscientemente en la mente del residente.

c.2.-La relación residente-educador como receptora de la escisión de la transferencia de las relaciones terapéuticas familiares e individuales.
Convivir en comunidad y estar llevando a cabo simultáneamente una psicoterapia individual o familiar posibilita un clivaje de la transferencia a otras figuras significativas para el sujeto. Al decir esto, en absoluto dudamos de la recomendación de simultanear estancia en comunidad y terapias diversas, sólo pretendemos poner en evidencia fenómenos a tener en cuenta y que más o menos sutilmente pueden aparecer en la supervisión.
No es inusual que un residente confíe cosas al educador que “corresponderían” al vínculo terapéutico. Normalmente el educador suele remitirlas al contexto terapéutico. Pero no es una cuestión de forma sino de sentido. El educador en general puede apreciar la diferencia de demandas que corresponden al contexto terapéutico de aquellas que corresponden al contexto de una tutoría. El problema está con las que no se pueden discriminar Hay a veces, frecuentemente, cuestiones de urgencia o de carga afectiva muy intensas que requieren del educador un movimiento preciso o una intervención rápida. Un ejemplo son los “actings” y en general todas las situaciones de desbordamiento que no pueden ser contenidas dentro del contexto terapéutico y que a veces a duras penas pueden contenerse en el contexto comunitario. En estos casos los agentes de esa contención comunitaria son los residentes, con la consiguiente “factura” emocional que a veces se desparrama en los niveles que estamos describiendo. Aquí la supervisión tiene un quehacer muy definido como es el de contención, elaboración, resignificación y ubicación de lo suscitado en esa crisis.

d.-Relación del grupo de educadores con la institución.
El estamento de educador está inscrito en un lugar muy determinado en la institución, lo cual no quiere decir que sea visto o reconocido nítidamente. Es por decirlo de algún modo la bisagra que sustenta la articulación de la función para la que se ha creado la comunidad terapéutica. Por decirlo contundentemente no hay comunidad terapéutica sin educadores (lo cual no excluye al resto de estamentos), pero así como no se puede estar 24 horas en sesión de terapia, no se puede sostener una comunidad de residentes sin una figuras de apoyo y ejecución de las diversas funciones (yoicas en última instancia) para las que la comunidad ha sido creada.
Pero esa posición de “bisagra”, no sólo recorre la dirección institución residente, también la contraria: residente institución.
En lo que a la supervisión se refiere, ambas direcciones son complementarias. Tal y como Bechgaard y Winther (1989) comprobaron, en grupos de terapia, el proceso terapéutico se evidencia en el proceso de supervisión. En este caso se puede apreciar como la dinámica del grupo de residentes y sus avatares, se evidencia de un modo más o menos enmascarado en la dinámica del grupo de educadores. Actitudes, demandas y afectos, no tanto en cuanto a contenido sino en cuanto a la forma de gestionarlas, dirigidos hacia la institución son frecuentemente efecto a nuestro entender, de la contratransferencia de los educadores ante el modo de recibir la demanda de los residentes sobre ellos.
Es fuente constante de conflictos, una especie de patata caliente invisible que es difícil de coger para las partes. Dos fenómenos pueden ayudar a entender lo que acontece.
Por un lado es el fenómeno de la “impregnación” de los afectos semejante a como Pavlovsky (1990) la entiende pero que nosotros la vemos en su dimensión grupal. Pavlovsky entiende la impregnación como el efecto que una determinada situación (él lo refiere en especial a la escena psicodramática) produce en los miembros de un grupo, más allá del tiempo en que esa situación se produjo. Por decirlo de otro modo, los miembros de un grupo quedan impregnados por el estado afectivo de una determinada situación, lo que les produce un efecto de vivenciar, ver y juzgar los acontecimientos posteriores con arreglo al estado afectivo que esa situación generó.
Pensamos que el efecto de recibir, sobre todo por la forma o estado afectivo en que se emiten, fenómenos transferenciales de los residentes sobre los educadores individualmente, produce un efecto en el grupo de estos que es una primera gestión de las ansiedades provocadas por tales transferencias. Pero no todas las demandas, afectos, críticas etc, recibidas pueden gestionarse o elaborarse de igual modo. El grupo de educadores resuena (es en efecto una Escena Resonante tal y como Kesselman, Pavlovsky y Frydlewsky, (1984) la describen) con esos contenidos y su proceso de elaboración y produce un resto. Resto de lo que no se ha podido elaborar.
Esto genera un malestar que dificulta la gestión de problemas del propio grupo de educadores. Aquí el hecho de estar el grupo de educadores inscrito en un grupo mayor como es la institución, provoca una transferencia sobre esta. Es un proceso semejante al clivaje de la transferencia (Bejarano, 1971) en los subgrupos de terapia incluidos en un grupo mayor. En estos casos lo que acontece es que los contenidos, afectos y reacciones agradables y amistosas (transferencia positiva) se dirigen al grupo pequeño, (el de educadores en este caso) y los afectos demandas y contenidos más cargados de matices reivindicativos, enfado, y resentimiento (transferencia negativa) son dirigidos a una institución imaginaria.
Lo que permite distinguir, a veces, las demandas legítimas que todo grupo de personas que trabaja dentro de una institución plantea a esa institución, de aquellas que son efecto de contratransferencia, suele ser el modo en que estas son vividas y planteadas. El poder desimpregnarlas de aquellos elementos cuyo origen está en la transferencia recibida por los educadores, suele permitir una gestión más adecuada o un posicionamiento mas coherente en los conflictos institucionales.
Es frecuente que el punto de conflicto esté en la inversión de la posición del educador que pasa de ser la figura de autoridad y protección ante el residente, a ser el “residente” ante la figura de autoridad y protección que se espera sea la institución.

A lo largo del tiempo de supervisión con los educadores de la comunidad terapéutica, hemos ido observando diversas problemáticas. Sin una excesiva sistematización hemos percibido que dichas problemáticas hacen referencia a los niveles de relación diferenciables a que hasta ahora nos hemos referido, lo que permite un esclarecimiento al desmenuzar los conflictos suscitados Sin embargo en la supervisión lo importante es una lectura transversal de esos conflictos, es decir el atravesamiento de los distintos niveles, generalmente por resonancia y contaminación, que la estructura de un conflicto determinado lleva a cabo hasta ser planteado en el grupo de supervisión.
Así a nuestro entender y en nuestro “modus operandi”, lo interesante es posicionarse en un punto de vista que permita ver las semejanzas, a veces de estructura, a veces de roles, a veces de contenido afectivo o de forma de plantearse, de los conflictos o temáticas que la libre asociación grupal va traiendo a la supervisión e ir señalando los puntos de conexión y semejanza que se dan, lo que permite al propio grupo la elaboración de los conflictos en los contextos en que estos se producen, teniendo naturalmente buen cuidado de considerar el rol que inconscientemente se le pide jugar al supervisor.
En este sentido hemos observado que cuando el grupo de educadores está afectado por alguno de estos conflictos, efecto de la transferencia de residentes sobe ellos, que hemos mencionado anteriormente, no puede operar sobre un conflicto concreto con algún residente por ejemplo. Por ello es más rentable dedicar el tiempo que haga falta a analizar y elaborar los conflictos internos del grupo o los referidos a la institución, antes de dedicarse a problemas concretos con algún o algunos residentes. Teniendo en cuenta además por todo lo que hemos explicado que todos los conflictos intragrupales o institucionales son en algún sentido efecto de conflictos con o de los residentes. Se trata de ir descubriendo esas conexiones en la supervisión.

Referencias bibliográficas.

Anzieu, D. (1986). El Grupo y el Inconsciente. Lo imaginario grupal. Madrid: Biblioteca Nueva.
Bechgaard, B. y Winther, G. (1989). Group supervision: the group process as research instrument. Nord Psykiatr Tidsskr, 43(1), 69-74.
Bejarano, A. (1971). Le clivage du transfert dans les groupes. Perspectives Psychiatriques, 33, 15-22.
Bion, W. R. (1942). Experiences in groups and other papers. London: Tavistock.(Traducción castellana: Experiencias en grupos, Paidos: Barcelona, 1985).
Freud, S. (1910b). El porvenir de la terapia psicoanalítica. En Obras Completas (pp. 1564-1570). Madrid: Biblioteca Nueva, 1972.
Kesselman, H., Pavlovsky, E. y Frydlewsky, L. (1984). Las escenas temidas del coordinador de grupos . Buenos Aires: Ediciones Búsqueda.
Laplanche, J. y Pontalis, J. B. (1983). Diccionario de Psicoanalisis. Barcelona: Labor.
Martí Tusquets, J. L. y Satne, L. (1986). La formación en psicoterapia de grupo y psicodrama. En M. Tusquets y L. Satne (Eds.), La formación en psicoterapia de Grupo y Psicodrama Barcelona: Ediciones Argot.
Pavlovsky, E. (1990). Psicodrama analítico. Su historia. Reflexiones sobre los movimientos francés y argentino. Clínica y Análisis Grupal, 12 (1) (53), 9-45.
Pichon-Rivière, E. (1975). El Proceso Grupal. Del Psicoanálisis a la Psicología Social (I) . Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
Thomä, H. y Kächele, H. (1989). Teoría y técnica del psicoanálisis Barcelona: Herder.

Hondarribia 28-03-97
País Vasco

La supervisión con educadores de comunidades terapéuticas de toxicómanos
Deslizar arriba