La vergüenza y lo intolerable – Cine y holocausto

“(…) a mi entender, y de otro modo del
que sentenció Adorno, no obstante
con la mayor razón, yo diría que no puede
haber relato-ficción sobre Auschwitz (…)”

Maurice Blanchot

Aún está por ser escrita la historia de los sueños del Holocausto, esas toneladas de materia etérea que dieron fuerza a la noche de los prisioneros, que los acompañaban hasta el momento de la muerte, en el campo o fuera de él. Primo Levi nos reportó algunos fragmentos de sueños memorables que atormentaron el sueño de los sobrevivientes. En la última página de su libro La Tregua, ya en casa de regreso en el hogar acogedor, después de la guerra, él sueña que en medio de escenas de bienestar, súbitamente todo se desmorona a su vuelta, y él está de nuevo en el campo, y nada era verdadero fuera del campo. Y escucha la voz del comando del alba de Auschwitz gritando: ¡Levántense!
Más perturbador es el sueño que lo acosaba años atrás, durante su estadía en el campo: él que está en casa entre sus familiares, y les cuenta la vida en el campo, la cama dura, el hambre, el control de los piojos, el puñetazo del kapo, pero nadie lo escucha, continúan conversando entre sí, indiferentes. Ése era un sueño común en muchos de sus compañeros de infortunio. “¿Por qué el sufrimiento de cada día, se traduce constantemente en nuestros sueños, en la escena siempre repetida de la narración que los otros no escuchan?” -se pregunta Levi. De cualquier modo, el Holocausto quizás una vez más haya echado por tierra la supuesta frontera entre sueño individual y sueño colectivo. De la huella de esa observación abrupta, paso al relato de mi sueño privado del Holocausto, recentísimo, en medio de uno de los libros de Primo Levi. [1]

Alegoría del sobreviviente
He aquí el sueño: morí. Extendido en el suelo delante de mí, veo mi propio cadáver, y percibo grandes marcas de bala perforándome el pecho. Levanto ese cuerpo mío con esfuerzo y lo cargo en mis espaldas. Entonces frente mío veo un televisor enorme, de pies a cabeza, con la imagen de mi rostro en primerísimo plano, imagen resplandeciente y saludable, conversadora, sonriente, muy viril. Me alejo de esa imagen y parto con mi cadáver sobre la espalda; la caminata es larga. Siento el cuerpo de mi cadáver todavía caliente, la carne blanda, la sangre da la impresión que corre, aunque la piel ya esté azulada. Finalmente llego a un sitio donde están amigos muy queridos y mi ex mujer, pongo el cadáver en el suelo, todos lo miran con gran consternación y pesar. Percibo que le preparan una lápida, hecha de una piedra blanca, típica de Jerusalén, donde leo una inscripción en altorrelieve, una frase que tiene que ver con recordar, con la amistad. Antes de irme apoyo la mano sobre la lápida, toco el cuerpo ya enterrado, y tanteando entre la ropa y la piel blanda busco en el pecho alguna cosa que quiero llevar conmigo y que tal vez haya olvidado. No sé qué es. Me voy, ni triste ni aliviado (no es un sueño de angustia)
Dejo de lado las asociaciones personales, no es mi intención hacer psicoanálisis a cielo abierto. En verdad, yo preferiría dejar ese sueño así, cerrado en sí mismo, como un cortometraje personal. Pero no resisto la tentación de usarlo aquí, teniendo en vista las circunstancias en que me visitó y que incluían la preparación de esta comunicación. Me tomo la libertad, entonces, de considerar ese sueño, un poco groseramente, tal vez como una alegoría de la condición de sobreviviente (o de su descendiente), en su figura triple de espectro, mártir y star. El espectro es ese ser medio inmaterial y desencarnado, alma en pena o ángel errante, que carga en las espaldas el cadáver baleado de su doble terreno, todavía caliente, palpitante, para darle sepultura entre amigos. ¿Qué dificultad tiene el espectro de abandonar al muerto sin llevarse alguna cosa de él, que él mismo no sabe qué es… cómo enterrar a su doble, el doble de cada uno de nosotros salido de los campos, cómo enterrar a ese mártir, al mismo tiempo víctima y héroe? ¿Cómo darle descanso sin sentir que yéndonos, por un lado lo abandonamos y por otro, nos vamos con las manos vacías, un poco huecos, sin el aura que lo envuelve, y que dejamos sepultada allí junto con él? En cierto modo ese aura reaparece en el brillo del star televisivo, ese que habla sobre el mártir y que muchas veces quiere representarlo (por ejemplo, alguien que habla en público o escribe sobre el Holocausto, como yo en este momento) En esa trama lo único desprovisto de aura o brillo es ése que carga, ése que entierra, ése que rescata alguna cosa: de los tres yoes del sueño es él el más impalpable, invisible, inaprensible, sin espesura, sin pasado ni futuro. Contrasta con el yo glorioso del cadáver, lleno de historia, de pasado, de sustancia, pero también con el yo radiante de la televisión, el pleno de presente y futuro, de certeza, de resplandor. La vida parece estar injustamente distribuida, o en la gloria del mártir, o en el brillo del star, pero aquel que carga parece no tener vida propia, a no ser una función indefinida y solitaria de testimoniar en silencio por la vida de los otros dos que él acompaña. ¿Cómo hacer para que la vida eminente, sanguínea, palpitante, no sea propiedad exclusiva de ese cadáver sagrado y consagrado por el sufrimiento, y por lo tanto, que no permanezca allí, enterrada, en la estéril monumentalidad de una lápida? ¿Cómo hacer para que la vida no sea sólo lo contrario, monopolio del vedettismo mediático, de ése que a través de los coloquios y mesas redondas y debates y publicaciones habla sobre la catástrofe, suya o ajena, y que pretende tal vez, representarla también para su gloria propia, narcisística, en un extraño y dudoso vampirismo? ¿Cómo puede ese ser impalpable despegarse tanto de la piel azulada como de la pantalla azulada, de la opacidad de uno y de la fosforescencia del otro, del pesado pasado sustantivo por un lado, e igualmente del virtual frívolo y efímero, por otro, para finalmente poder ganar vida propia? Tal vez mi pregunta sólo pueda provenir de una generación que sucedió al Holocausto y que tiene dificultad de deshacerse del peso de su cadáver, que no obstante cree ser eso sin contorno, que piensa que es necesario llevar de él algo muy preciado pero que tiene escrúpulo en capitalizar esa herencia.
Me gustaría mostrar brevemente, también en el campo de las imágenes -aunque no las del sueño- que en las últimas décadas se ha hecho un esfuerzo considerable para que preguntas como ésas sonasen menos sin respuestas. Para situarnos en el dominio cinematográfico, yo mencionaría dos ejemplos, entre los más valientes, en polos diametralmente opuestos: Claude Lanzmann y Hans Jürgen Syberberg.

De la interdicción de las imágenes
El documental de Claude Lanzmann intitulado Shoáh tiene la poco común duración de nueve horas y media, y no exhibe siquiera una sola imagen de horror: ningún niño con las manos en alto, ni viejos suplicantes, cuerpos escuálidos, como tampoco fosas entreabiertas, montañas de cadáveres, svásticas, uniformes, multitudes, música marcial, apariciones del Fürher. Ningún espectáculo que nos hiciese gozar sin riesgo lo absoluto del poder y del peligro, o la fascinación de la muerte infinita. Ni imágenes de archivo, ni reconstrucción. Sólo paisajes actuales, rostros actuales, palabras actuales. La sobriedad más digna para tratar lo más indigno.
Un documental insólito que no recurre a los filmes o fotos de archivo, ni a los uniformes de época, que no nos introduce en el presente del Desastre pero cuestiona el trato de la abyección sin mostrarla directamente. Si es privilegio del cine poder mostrar imágenes de época, ¿por qué privarnos de ellas? Ya que el cine puede hacer ver lo que ya fue como siendo ahora, de presentificar el pasado como si fuese presente y hacernos sumergir en ese pasado, sea el de Espartaco o el de Auschwitz, ¿cómo justificar esa abstinencia iconográfica de Lanzmann?
Evidentemente se contrapone a una cierta filmografía sobre el nazismo. Tan de inmediato termina la Segunda Guerra Mundial, el americano George Stevens atraviesa la Europa destruida partiendo de Saint Lô, junto a un grupo de soldados cineastas y, para sorpresa general, se topa con un Auschwitz no previsto. Filma la apertura del campo en colores, el amontonamiento de cadáveres, todo con una cierta inocencia americana y en technicolor. En 1955, Alain Resnais, en su Nuit et Brouillard, usa imágenes de cuerpos apilados, montañas de ojos, de cabello y dientes de las víctimas, en un tono que a esa altura -pasados diez años del final de la guerra- ya no podría considerarse inocencia americana en technicolor: es de distancia justa. En 1960, el italiano Gillo Pontecorvo rueda Kapo, film que mereció la crítica de Jacques Rivette en los Cahiers du Cinema, intitulada “De la abyección”. Allí Rivette describe un plano del film en el que un prisionero se suicida, arrojándose sobre el alambre de púa electrificado. Y el comentario dice lo siguiente: el hombre que en el momento de esa escena decide hacer un travelling de avance para reencuadrar el cadáver en contra-plongée [2] , es decir, visto desde abajo, inscribiendo con exactitud la mano levantada del muerto en un ángulo de su encuadre final, ese hombre, dice Rivette, merece el más profundo desprecio.
El crítico francés Serge Daney relata haber leído a los diecisiete años ese pequeño texto de Rivette sobre el film Kapo y cuenta cómo en esa época entendió inmediatamente que el autor tenía absoluta razón. Dice Daney que ahí tomó forma una indignación suya y que fue ésa su primera certeza de futuro crítico de cine. El “travelling de Kapo” se tornó su dogma, el axioma indiscutible, el punto límite de cualquier debate. Quien no sintiese inmediatamente la abyección del “travelling de Kapo” nada podía tener que ver con Daney, nada en común. Pues hay cosas, dice Rivette en aquel artículo, que deben ser abordadas en el temor y en el temblor: la muerte es una de ellas, sin duda; y ¿cómo al filmar algo tan misterioso no sentirse un impostor? ¿Cómo no desembocar en lo que Godard llamaría más tarde como “género concentracionario”? Filmar la muerte sin temor ni temblor, he aquí la abyección estetizante, la fruición impostora. ¿Dónde termina el acontecimiento y comienza la obscenidad o la pornografía? En suma, pregunta Daney ¿cuál es el indicio de la abyección en la propia filmación”? [3]
Se podría decir que allí, donde cierta abstinencia deja de operar, la banalidad del mal se extiende desde el arte hacia la vida y en ella se expande. La necrofilia aún elegante de Resnais, con su distancia justa, fue violada y transformada en espectáculo con aquel pequeño a más de Pontecorvo. Por no hablar de filmes como Portero de noche, o la serie americana Holocausto y, más recientemente, La lista de Schindler. Frente a eso, tal vez el imperativo moderno debiera ser la prohibición, o por lo menos el freno de la imagen, en una especie de embargo sobre la ficción. Toda una política de la imagen.

Imaginar lo inimaginable
Pero ¿por qué todas estas preguntas de forma, cuando todo el fondo es tan inmenso y grave? Porque ahí comienza el film de Lanzmann, en esa estética que consiste en rechazar el movimiento de cámara estetizante y exhibicionista, por el cual todo aparece, todo se ve, todo se toca, todo se entiende, por el cual entramos donde nunca estuvimos y por búsqueda cinematográfica vivimos lo que los otros vivieron, y en esa proximidad promiscua con la abyección y el pasado, en el fondo todo equivale y una imagen vale la otra pues al final todo es imagen, mundo pleno del déja vu, en que todo es visible y tangible y comprensible, por lo tanto posible.
Me gustan los filmes que me hacen soñar, pero no me gustan los que sueñan por mí, decía el cineasta Georges Franju. Lanzmann parece aplicar esa ética y esa estética en su reverso, con todo el rigor y el ascetismo que implican, como quien dice: esa historia precisa ser narrada en lo inenarrable, vista en lo invisible, para que el espectador pueda, en cada caso, no soñar, sino tener pesadillas, y tener pesadillas por cuenta propia. Existe un trabajo que le cabe hacer, por más que sea un trabajo condenado al fracaso. Eso se hace patente en una escena en que Lanzmann está interrogando al SS Untersturmfuhrer Franz Suchomel, subcomandante de Treblinka. La secuencia de las preguntas es más o menos esta: ¿Cómo era posible en Treblinka, en los días picos “tratar” a dieciocho mil personas? ¿Liquidar a dieciocho mil personas? Ante la llegada de un convoy: me gustaría que me describiese muy precisamente todo el proceso en el período pico. ¿Cuántos alemanes había en la plataforma? ¿Y cuántos ucranianos? ¿Y cuántos judíos del comando azul? ¿Y cuánto tiempo entre la plataforma y la operación de desnudarse, cuántos minutos? ¿Puede describir con exactitud ese “desfiladero” por donde se era conducido desde la plataforma hasta la cámara de gas? ¿Cómo era? ¿Cuántos metros tenía? El desfiladero era llamado “Camino del Cielo” ¿no? Necesito imaginar. Ellos penetran en el desfiladero ¿y qué sucede? ¿Completamente desnudos? ¿Por qué a las mujeres no las engrillaban? ¿por qué tanta humanidad, si de cualquier modo sobrevenía la muerte?
En medio de esa batería de preguntas, al pedirle al SS que describa el desfiladero llamado “Camino del Cielo”, por el cual se llegaba a la cámara de gas, Lanzmann dice de pasada: necesito imaginar. Creo que en esa simple formulación reside todo el desafío del director de Shoáh. Él no dice “sé”, él no dice “vi”, él no dice “imagino”, él no dice “entendí”, él lo dice en la forma de un imperativo para sí mismo cuya imposibilidad testimoniamos seguidamente, necesito imaginar, es decir, no puedo ocultar esa compulsión, pero tampoco puedo realizarla. Imaginar lo inimaginable, he aquí lo que ese film muestra al ser tan imposible como inevitable.
Frente a la compulsión de imaginar todo, Lanzmann se rehúsa a ofrecer cualquier imagen sobre todo aquello, a no ser pasajes actuales, rostros actuales, charlas actuales. Es necesario imaginar, pero sin disponer de imágenes, como si imaginar todo aquello sólo fuese posible a partir de un grado cero de la imagen. Imaginar lo inimaginable sustentándolo en cuanto inimaginable, es ése el desafío paradójico planteado por Lanzmann. En caso de que se pusiesen imágenes para que imaginásemos lo inimaginable, estaría transformando lo inimaginable en imágenes, en imaginable; o sea, en visible, articulable, mensurable, comprensible, hasta explicable. En suma, en tolerable.
Los historiadores del nazismo, a veces llegan por otras vías a un dilema semejante. Para Paul Friedländer, por ejemplo, el historiador tiene el deber de tratar de visualizar cómo fueron posibles los acontecimientos descriptos a fin de poder reportarlos con toda la necesaria plasticidad. Sin embargo, cuando él se aproxima al inmenso dominio de la criminalidad nazi, el deber del historiador tal vez sea la renuncia a tratar de visualizar, precisamente a fin de poder comprender su función en términos de precisión documental y relato de los acontecimientos. [4] Es la misma paradoja de Lanzmann, aunque Friedländer la resuelva de otro modo. La visualización imposible no obstante tentadora, la transmisión necesaria.
Entonces, lo que Lanzmann nos da son los elementos más pobres, más despojados, palabras, rostros, piedras, prados. Lanzmann dice que todo su film pasa en el presente. Es el presente de los campos el que él filma, con sus flores, bosques, piedras, descampados, es el presente incesante de los trenes, es el presente de los hombres y mujeres entrelazando sus discursos en alemán, inglés, polaco, hebreo, francés, todo aquí es presente. Todo es presente y sin embargo se supone que el film trata de una catástrofe pasada, de una devastación pretérita.
El cine, que podría ser considerado como el arte del presente, pues la imagen es presente puro y sólo se ve en el presente, conforme una cierta visión (un tanto simplista) de cine, en vez de llevarnos al presente de la destrucción mostrando sus imágenes, aporta imágenes de nuestro presente en donde está ausente la destrucción, a no ser en la forma de vestigios, aporta palabras presentes, en donde está ausente la destrucción, a no ser como recuerdos. Pero no creo que todo esté en el presente sólo para significar que Auschwitz todavía está presente -lo cual, de hecho, es enteramente verosímil. Desde el punto de vista de la construcción del film hay un efecto temporal todavía más perturbador. Las palabras y las cosas de ese film están en nuestro presente como dos líneas paralelas que se encuentran en un punto del infinito, que se supone habría sido ese pasado que nosotros no vemos, sólo tratamos de imaginar y tenemos pesadillas. Ese punto del infinito, ese pasado irrepresentable, nosotros lo vislumbramos ondulante más allá del rostro endurecido de cada víctima, o a través suyo. Y el rostro, como dice Levinas, es la parte más expuesta, frágil y desprotegida del hombre. En su desnudez un rostro nos dice siempre y primeramente: “No matarás”. Es en ese punto que somos obligados a ver la Muerte.

De la disyunción entre ver y hablar
Varias veces en el film escuchamos sobre Auschwitz y vemos el río Sena, escuchamos sobre Treblinka y vemos sólo piedras. Se habla de una cosa, pero no siempre el habla es epígrafe de la imagen, y la imagen no siempre ilustra el habla, incluso cuando escuchamos hablar de Treblinka y vemos Treblinka no hay redundancia, pues no es Treblinka sino aquello que la tierra encubrió de Treblinka. ¿Por qué el hablar y el ver no coinciden en el film y en la vida? ¿Por qué será que ver no es hablar, como dice Blanchot? Decimos lo que es decible, empujamos al habla en dirección a su límite, que es justamente lo indecible pero que sólo se alcanza a través de lo que se dice. En compensación siempre vemos lo que es visible, y empujamos ese visible en dirección a su extremo, a fin de ver en él lo invisible, las intensidades, la memoria, el tiempo…
Como si estuviesen la Voz y la Tierra cruzando el Rostro. Por un lado las palabras, como en ese film, que evoluciona en una catarata de precisiones, hesitaciones, agujeros, rechazos, contradicciones, tartamudeos; somos invadidos por las voces de varios idiomas (hebreo, polaco, inglés, francés, alemán, etc.) y elevados como por una Babel del espíritu hacia un plano de afecciones indecibles, donde el lenguaje se detiene y se estremece. Por otro lado está la Tierra, y en la Tierra lo que vemos es la masa pesada que enterró los cadáveres, la sangre, los vestigios, los utensilios, los recuerdos, el pasado. Así, escuchamos el nombre de Treblinka con su cortejo de suplicios, pero vemos el prado verde o florido, y sentimos que en esa disyunción quedamos perturbados, pues el horror de lo que está siendo dicho por la Voz no está siendo visto en la Tierra, lo que la voz emite en su forma etérea la Tierra lo borra en su materialidad bruta, en ella vemos otra cosa, las flores, la nieve, las piedras, el río, vemos la Naturaleza en su altiva indiferencia, que habrá devorado en sus entrañas el último soplo de cada víctima, haciendo coincidir la ceniza y la tierra. Y el acto de habla, como una resistencia obstinada, trata de arrancarle a la tierra aquello que entierra. La Voz y la tierra en una lucha infernal, en una relación de inconmensurabilidad.
Quienquiera que algún día haya visitado un campo de concentración, sabe que la impresión nos invade cuando paseamos a cielo abierto por la extensión inmensa de un Auschwitz-Birkenau, y miramos la tierra y nos decimos: aquí pisaron mil, cien mil, un millón, ese prado encubre doscientos mil cadáveres; primero enterrados, después incinerados; y miramos la tierra y no entendemos, porque no vemos nada, porque no hay nada para ver, pero intentamos ver, intentamos resuscitar a los muertos arrojados al lago o a las fosas, y tratamos de imaginar, cuantificar almas en metros, y ponemos un cuerpo sobre otro cuerpo en la imaginación, y apilamos, e imaginamos a un prisionero dando ese paso que nosotros damos ahora, y allí está la torre desde la que me vigila el guardia y oigo el ladrido de los perros, y ya sería hora de volver a la barraca donde mil prisioneros hambrientos aguardan la nada… Y así pasamos horas sólo mirando la tierra, escrutando sus brechas, sus detalles, sus residuos, y escuchando a lo lejos el ladrido de los perros, como se escucha en el film, y la tierra nos atrae como un polo insano, dice “Vení, Vení, Olvidá” y no entendemos, y seguimos apilando en un esfuerzo de resistencia, y la inmensidad de lo que sabemos no cabe en esa extensión de tierra, tres mil almas no caben en esa cámara de gas cuyo contorno preciso acompaño ahora con la mirada atenta, y amontono, y me digo doscientos metros de largo, tantos de ancho, cuántas personas por metro cuadrado, y trato de meter allí, proyectar sobre esa Tierra-Pantalla imágenes de filmes o fotos de cuerpos escuálidos vistas hace tiempo, empujo de aquí para allá y digo aquí deben entrar tres mil, y ya que no es posible todo de una vez, voy a enfilarlas frente a aquella apertura que otrora fue una puerta y las haré entrar una a una, y pienso que cuando termine todo serán traídas a ese recinto en el que estoy ahora, que es el horno crematorio. ¿Cuánto tiempo llevará quemar tres mil? Pero ¿será que aquí caben tres mil apilados? Y veo que todo lo que calculo con precisión es inútil, también sin contorno, así como son inútiles, no obstante, sin contornos las preguntas de Lanzmann, pues la muerte es irrepresentable. Como dice Primo Levi, nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa: la aniquilación de un hombre. Ese acontecimiento no cabe en las palabras, ni en las imágenes, ni en esta Tierra, ni en la hesitación de esa Voz, ni en la dureza de ese Rostro que luego desatará un temblor incontrolable. Mucho menos podría entrar en un cine de acción, como el de Spielberg. De ahí la opción de Lanzmann, hacer todo lo contrario de un film de acción.
Gilles Deleuze observa que en el neorrealismo italiano los personajes pasan todo el tiempo asombrándose, con lo que es demasiado ignominioso, o demasiado terrible, o excesivamente bello. Ellos ya no interactúan con las situaciones en un encadenamiento sénsoro-motor, en el sentido en que una percepción se prolongaría en acción. Los personajes son condenados a presenciar lo intolerable en una especie de parálisis motora, de clarividencia, con imágenes venidas del tiempo o del pensamiento. Es una nueva subjetividad que se anuncia en ese cine de posguerra, menos motora o material, más temporal o espiritual. Es todo el contraste con el cine americano. El cine europeo tratando de alcanzar en esas imágenes el misterio del pensamiento y del tiempo: a la impotencia motora del personaje corresponde ahora una movilización total del pensamiento, del tiempo, de la memoria, del pasado. El Pasado viene a colación, envolviendo a todos en el gran Tiempo de las coexistencias, en ese medio vital cenagoso que es la Tierra donde coexisten todos lo crímenes y todos los amores de todos los tiempos.

El salto de Mefisto
En ese film de Lanzmann se conjugan una ética de la imagen, una perturbación temporal que ella provoca y un principio historiográfico preciso que los orienta a ambos, del cual trataré a continuación. En esa disyunción entre ver y hablar que deja emerger entre los dos una especie de vértigo, en ese presente del habla y de la imagen por donde se infiltra el Exceso de un pasado en esa intemporalidad alucinógena, como dice Lanzmann, en que se borra la distancia entre el presente y el pasado, existe al mismo tiempo la obsesión de describir, la imposibilidad o el imperativo de imaginar y, sobre todo, un rechazo a entender. De los tres, el último principio es, lejos, el más problemático.
“Hier ist kein warunm”: aquí no hay un por qué, ésa era la regla fundamental en el campo, cuenta Primo Levi. Lanzmann hace de eso su propio lema, indicando la obscenidad absoluta del proyecto de comprender. No comprender, no tratar de entender. Cualquier inteligibilidad sería fatal para el otro proyecto más esencial, el de transmitir. Jeanne Marie Gagnebin en ese rechazo a explicar, en esa exigencia radical de que el presente acoja el sufrimiento pasado sin que un saber previo lo elimine, una proximidad con normas historiográficas y narrativas que Walter Benjamin trató de formular respecto de una historia de los vencidos. La transmisión en sí misma es el saber. Más allá de la descripción o explicación de los hechos, la historia humana tendría por tarea transmitir lo inenarrable, la única manera de ser fiel al pasado y a los muertos, con todos los efectos “terapéuticos” de ahí derivados, entre los cuales está la liberación en relación a ese mismo pasado en vista de una nueva actualidad. [5]
A pesar del rechazo que Lanzmann sostiene, cuyo sentido parece aceptable y hasta próximo de Benjamin, dudo que alguien que ya visitó un campo de exterminio no haya sido sistemáticamente acosado en las noches subsiguientes por la pregunta ¿por qué?, imposible de responder, obsesiva, sin contorno. Y Lanzmann nos obliga a rechazar esa pregunta, sustentando una ceguera frente a aquello que aconteció, pero la ceguera como el modo más puro de mirar una realidad que ciega. O sea, en otros términos, clarividencia. Dirigir una mirada frontal hacia el horror exige que se renuncie, como dice él, a las distracciones y escapatorias de las cuales la primera, la más falsamente central, es la cuestión del por qué. Para algunos historiadores, principalmente alemanes, esa actitud sólo puede significar un culto estéril de una memoria mítica y monumental respecto del genocidio, en que la demonización del Holocausto, su significación extrema, termina bloqueando nuestro acceso a su sentido histórico, con todos sus nexos causales capaces de restituirle alguna inteligibilidad. Sólo una actitud objetiva (que ellos denominan científica) puede hilvanar los hechos, por más horrendos que sean, en una cadena causal comprensible.
Esa posición más o menos consensual tiene mil variantes y da lugar a mucha discordia, claro está. Saul Friedländer considera que el proyecto de historización del nazismo emprendido por el historiador Martín Broszat, por ejemplo, habría llevado a una relativización del genocidio. [6] A su vez, Ernst Nolte y Hillgruber al revisar la historia del nazismo privaron al Holocausto de su carácter inédito, diluyéndolo en las masacres del siglo XX, etc. Pero no es mi propósito extenderme en esa “controversia de los historiadores” que agitó a Alemania en la década del ochenta, contraponiendo a Habermas con los revisionistas, intencionalistas con funcionalistas, etc. Sólo lo mencioné para recordar en qué medida la opción “historiográfica” de Lanzmann no es inocente. Pues para él, la serenidad de los historiadores en general, con su cortejo de explicaciones sobre la crisis económica, el lugar del judío en la sociedad europea, el desarrollo tardío del Estado alemán, la historia del antisemitismo o de la Iglesia, la banalidad del mal, etc… son de poca utilidad. En la reflexión interminable de lo inconmensurable que él emprende, a través de la más minuciosa y detallista rememoración, creo que se puede leer -como el reverso de la pregunta rechazada sobre el por qué- la idea de que hay ahí, a lo largo de toda esa historia, una locura de la Historia que escandaliza y que la razón historiográfica es incapaz de abarcar. Una especie de salto de Mefisto.

La blasfemia de Syberberg
Tomemos la otra punta de esa cuerda sobre el abismo, Hans Jürgen Syberberg y su film grandioso Hitler, un film de Alemania. También Syberberg rechaza cualquier ficción realista, cualquier representación del pasado tal como fue, cualquier reconstrucción al estilo “psicología barata”, como dice él. También ése es un film que pasa en el presente, en ese presente nuestro asediado por los fantasmas del pasado, por las sombras fantasmagóricas. Casi al inicio del film, un director de circo anuncia el mayor espectáculo del mundo y agrega: “Tenemos que decepcionar a todos los que quieren ver de nuevo Stalingrado o el 20 de julio o el lobo solitario en el bunker de su ocaso o el Nüremberg de Riefensthal [7]  . Mostramos la realidad, no los sentimientos de las víctimas, tampoco la historia de los especialistas, los grandes negocios con la moral y el horror, con el miedo y la constricción y la arrogancia y la cólera de lo justo. Es decir, nada de pornografía izquierdista de campos de concentración” Y siguen siete horas de un espectáculo fantasmal, verdadero teatro de la mente alemana, donde comparecen en el presente de un escenario, de un estudio, de un parque de diversiones o de un picadero todo lo que alimentó la aventura hitleriana, todo lo que la nutrió, la compuso, le dio sustento y también que le sobrevivió, en una red inmensa y compleja, sólo aparentemente disparatada: de los mitos a la música, del Graal a los castillos de Baviera, de Ludwing II a Karl May, de los objetos fetiche pertenecientes al Führer a las obras de arte por él saqueadas, figuras miniaturizadas, perros y águilas gigantes, urnas humeantes, cabezas boyando en aguas burbujeantes, muñecos de todo tipo, maniquíes, marionetas y al fondo del escenario proyecciones frontales de documentales de la época nazi, diapositivas, superposiciones, grabados, proyectos arquitectónicos, todo al son de marchas militares fusionadas con la música de Wagner, entrecortadas por los patéticos discursos de Goebbels, por manifiestos futuristas y cada tanto la meditación sensual de un actor que representa el propio Syberberg, y siguen las reflexiones de Himmler acostado ante su masajista, un Himmler deslumbrado con la manera por la cual los monjes budistas llevan amarrada una rama para espantar a los insectos y de ese modo evitar pisotearlos en el camino, o un astrólogo previendo el surgimiento de una raza de gigantes y el fin del mundo por la Era Glaciar, o el mayordomo de Hitler hablando de los calzoncillos del Führer, teniendo al fondo imágenes de la cancillería, todo siempre testimoniado por una niña de nueve años, con cintas de celuloide cayéndole por los cabellos.
Gran film audiovisual, una inflación de porciones superpuestas, las voces de Hitler, filmes de propaganda de Hitler, filmes adoradores de Hitler, fotos de Hitler, el cachorro con cara de Hitler, Hitler representado como Chaplin, Hitler vestido de Napoleón, Hitler como hipnotizador, Hitler como diablo, Hitler expulsado del infierno, Hitler resucitado, Hitler emergiendo de la tumba de Wagner con toga romana, en un gran monólogo en que cuenta hasta qué punto él fue sólo producto de la civilización occidental europea, la realización de necesidades privadas y de sueños de una época. Hitler como un muñeco en la falda de un ventrílocuo, defendiendo su gran obra y convenciéndonos de que ganó la guerra, pues el Tercer Reich no fue más que un preludio, del cual seríamos herederos en todas partes. Y sigue una vasta lista de crímenes y técnicas de masa aprendidas con él, perfeccionadas por los EEUU, Argentina, África, la televisión, el cine, la industria del entretenimiento, la política, la economía. He aquí una de las tesis del film: Alemania perdió la guerra pero Hitler triunfó, él que impuso a este siglo su lógica diabólica, que hizo de la política ese arte de las masas, esta obra de arte total. Ésta es la segunda tesis del film, más benjaminiana: Hitler, el más pretensioso de los cineastas. Es necesario verlo como cineasta, es necesario juzgarlo como cineasta. La propia Alemania como un film de Hitler, o Hitler como un film de Alemania. [8]

Hitler cineasta
El proyectista particular de Hitler cuenta cómo hasta el inicio de la guerra el Führer veía varios filmes por día, después de eso sólo actualidades filmadas en el frente; es decir, ese film grandioso y macabro del cual él era el guionista, director, protagonista, actor y espectador, en su estudio particular llamado Alemania, o el propio mundo. Como dice Goebbels en un discurso, ya en el final de la guerra. “Señores, en cien años mostrarán el film que describirá los espantosos días que vivimos actualmente. ¿No quieren representar
un papel en ese film? Cada uno tiene la oportunidad de escoger su papel. Será un gran, bello y edificante film, y por eso vale la pena que seamos fuertes”. Representar la catástrofe, ser su protagonista, ese nuevo e insano sueño contemporáneo. Es sabido que cada regimiento del ejército alemán poseía su compañía de propaganda, cuya función era esa síntesis entre acción militar, acción cinematográfica, acción propagandística, permitiendo que hechos ocurridos en el distante frente se convirtieran inmediatamente en documentales periodísticos, auténticos, en la propia velocidad del Blitz. [9] La aspiración creciente de la guerra total, del espectáculo total, cada vez más grandioso, cada vez más capaz de rivalizar con Hollywood.
Es ése el sentido de la pregunta que Goebbels dirige a los alemanes en 1943: “Yo les pregunto, ¿ustedes quieren la guerra total? ¿Ustedes la quieren aún más total, más radical de lo que podemos imaginarla hoy?”. Dada la aprobación de la asamblea, él responde: el espectáculo total, la obra de arte total, la guerra total, el film total. Es donde Syberberg pretende rivalizar con el propio Hitler, vencerlo cinematográficamente. [10] Pero también con eso combatir no al propio Hitler sino la imagen de Hitler, sus proliferaciones, el Hitler-en-nos, el Hitler del hombre medio, el Hitler querido por la mayoría y respaldado por la voluntad popular. Syberberg propone que cada cual se represente a sí mismo, represente su Hitler, tal y cual él continúa representándolo en todas partes. Hitler multiplicado, inflado, miniaturizado, agigantado, fantasmagorizado, es como una catarsis en que se quiere agotar el tema en una terapia del grito primal, vaciar la propia representación, la imagen del nazismo. Christian Zimmer tiene razón al afirmar que el film nos priva de la representación del objeto odiado, con toda la dialéctica del amor y del odio, de la fascinación y de la mímesis, arrojándonos hacia una exterioridad, a una distancia brechtiana, donde también cualquier pompa roza el ridículo, la imagen de grandeza es ella misma negada, desinflada, empequeñecida, ya sea por la presencia de los fantoches, o por el kitsch, o por los detalles anodinos que, en compensación tornan la propia banalidad ignominiosa, la cotidianeidad ganando poco a poco los colores de horror. [11] Todo es paradójico en ese film que oscila entre Wagner y Bretch, y que muestra cómo Hitler capturó el mito germánico, secuestrando el propio irracionalismo alemán.
Una última idea respecto de esa clave de lectura presente en él. No es un film sobre una catástrofe, sino sobre cómo la catástrofe se produjo como film, la catástrofe como una mise-en-scéne, como una megaproducción político-cinematográfica. Basta recordar el Congreso de Nüremberg, gran puesta en escena para convertirse en un film de Riefensthal. [12] O Albert Speer, el arquitecto de Hitler, nombrado en 1942 proyectista de la guerra, para quien erguir una construcción era prever la manera mediante la cual sería destruida, a fin de obtener un tipo de ruina que después de milenios pudiese inspirar pensamientos heroicos. Contra eso, el cine de Syberberg muestra cómo es necesario que todo se quiebre, que todo se desmorone, que toda la parafernalia mítica de esa Alemania, aunque sea la extraterritorial Alemania del espíritu, se revele como un amontonamiento de escombros para que de allí sea extraída una voz, para que ascienda un acto de habla contrario a los mitos dominantes. Como dice Susan Sontag respecto de esos soliloquios calmos, apesadumbrados, musicales en que alguien que representa al director medita el destino de Alemania en medio de sus fantasmas, en un lamento lánguido, “escuchar esas voces graves e inteligentes embargadas por el dolor constituye una experiencia civilizadora”: de algún modo suplirían la incapacidad congénita de los alemanes de realizar un trabajo de duelo.

Un deseo de Hitler
Para los que acusan a Syberberg de complacencia con su objeto (Hitler o el nazismo), se trata obviamente de un malentendido inevitable, ya que Syberberg se sumergió en el imaginario alemán, y encontró ahí lo que ningún cineasta osó mirar de frente: un deseo de Hitler. Sin maniqueísmos fáciles, tanto acusatorios cuanto estériles, él enfrentó la dimensión deseante del nazismo, con su teatro onírico, con su repertorio alucinógeno, con su carga de fascinación que ningún reduccionismo socio-económico fue capaz de explicar -todo un montaje complejo, un agenciamiento subjetivo, mortífero y suicida al mismo tiempo. En la novela de Klaus Mann llamada Mefisto, un personaje sintetiza el espíritu de la época que corresponde a ese frenesí: “El heroísmo patético hacía cada vez más falta en nuestra vida… En realidad no marchamos al paso militar, avanzamos titubeando… Nuestro bien amado Führer nos arrastra hacia las tinieblas y la nada… ¿Cómo a nosotros, los poetas, que establecemos relaciones particulares con las tinieblas y el abismo, no nos admirarán por eso? […] Brillos de fuego en el horizonte, ríos de sangre por todos los caminos, y una danza de posesos de los sobrevivientes, de esos que aún fueron saqueados en torno de los cadáveres!”. ¿Cómo no ver la pasión de abolición de tales textos, con su fascinación mórbida y su estética tentadora, aunque el cuerpo-a-cuerpo con tal objeto monstruoso termine lanzando barro sobre quien se atreva a enfrentarlo, haciendo incidir sobre el artista la sospecha de una extraña perversión? A propósito, Foucault comentó que Syberberg produjo un bello monstruo.
Tal vez cuánto le cupiese a la insuficiencia de las explicaciones aportadas por los historiadores -sean económicas, políticas o ideológicas- invocar la idea de Virilio sobre la naturaleza de lo que él denominó “Estado suicida”. El “Estado suicida” es definido por él como el “desencadenamiento de un proceso material desconocido, sin límites y sin objetivo… Una vez desencadenado, su mecanismo no puede culminar con la paz, pues la estrategia indirecta instala efectivamente el poder dominante fuera de las categorías usuales del espacio y del tiempo…” En ese sentido, el fascismo sería casi lo opuesto del totalitarismo: él no quiere perpetuarse, sino que anuncia su propia destrucción a través de la destrucción de los otros, en un nihilismo realizado. [13] Es lo que sucede cuando una máquina de guerra se apropia de un aparato del Estado y ese Estado, que antes obstruía lo que le escapaba y lo amenazaba por todos lados, ahora se monta sobre una línea de fuga generalizada. Lo que en un momento anterior tal vez hasta fuese movimiento de mutación, potencialmente disruptivo o hasta revolucionario, ahora se transforma en pura línea de destrucción. En ese salto, en que la molecularización fascista tiene por objeto el agujero negro, una especie de pasión de abolición generalizada invade el cuerpo social y el propio Estado, llevándolo hacia el abismo, al mismo tiempo en que arroja a los otros al abismo. [14]
Todo esto, evocado rápidamente aquí, no pretende ofrecer una “explicación” que colme la expectativa abierta por el Exceso, ese exceso que Lanzmann cuestionó dejar expuesto. Sirve para sugerir que ese salto de Mefisto no debería ser concebido como la mera encarnación de un Mal atemporal, ni de una pulsión de muerte intrínseca a lo humano, tampoco como una simple derivación de condiciones económicas, políticas o ideológicas. Sin duda, es un montaje deseante complejo, un agenciamiento subjetivo mortífero y suicida al mismo tiempo, que Syberberg supo mostrar en su peligro pero también en su seducción.

De la voz
Shoáh y Hitler, dos filmes en todo opuestos, uno priorizando a las víctimas, el otro a los verdugos; uno documental, el otro fantasmal; uno ascético, el otro excesivo; uno constituido por testimonios reales de testigos oculares, el otro hecho de pastiche y de parodia; uno económico y repetitivo en las imágenes, el otro saturado y proliferante; uno iconoclasta, el otro iconomaníaco; uno deliberadamente seco, el otro melancólico, verborrágico, poético, exaltado, sensual. Y sin embargo, de esos dos filmes que inventaron cada cual una estética singular para dar cuenta de ese evento único, de ambos se eleva una voz ante la cual no podemos permanecer indiferentes.
Michel Foucault en un comentario sobre ese film de Syberberg escribió que el sueño del cineasta, del intelectual o del filósofo es que la memoria de las personas estuviese suficientemente despierta para que no fuese necesario apelar a las plañideras, a los guardianes de cementerio, a los discursos ante los monumentos de los muertos. Eso liberaría a los creadores de la tarea ingrata de excavadores de la memoria, para que pudiesen mirar hacia el futuro y usar la imaginación como creadores de utopía. [15] Sería necesario preguntar si esos dos grandes filmes aquí abordados nos ayudan a realizar ese pasaje.
Para situarnos en los términos de mi sueño, cabría indagar si ellos nos auxilian a enterrar el cadáver, si ellos nos permiten descubrir lo que buscábamos en él antes de irnos -si al final lo que olvidábamos no era justamente de acoger de él la Voz, y de llevarla con nosotros. ¿No será con ella que tenemos chance de dar cuerpo a ese impalpable que somos después de Auschwitz, almas en pena o ángeles errantes? ¿No será con la voz ahí acogida que estaremos por fin en condiciones de escapar a su pavura, emitiendo otras voces, inventando otras historias, nuevos mitos y utopías?

La vergüenza y lo intolerable
Pues esa voz dice la vergüenza y lo intolerable. Hasta incluso la víctima se avergüenza, como lo mostró Primo Levi, él que le dio a la vergüenza una extensión inaudita. Vergüenza del mundo, vergüenza de haber sido envilecido, vergüenza de haberse adaptado a lo intolerable, de así haber sobrevivido como un animal, de no haber hecho nada o no lo suficiente contra el sistema que le dio sobrevida, vergüenza de presenciar pasivamente la muerte de los que se resistieron, vergüenza de haber pecado por omisión de socorro, vergüenza por la sospecha de que cada cual haya sido el Caín de su hermano, vergüenza de concluir que la Guerra es siempre, vergüenza de que el hombre sea el lobo del hombre.
Cómo lo intolerable, para ser flagrado a tiempo, requiere de un ejercicio cartográfico constante y obstinado, lo que se podría llamar una pedagogía de lo intolerable. Es, sin duda, lo que Lanzmann nos ofrece en su film con un coraje superior. Una pedagogía de lo intolerable no consiste en un culto del horror, ni en el goce mórbido, tampoco en la monumentalización de la tragedia, mucho menos en miserabilismo y victimización alguna. Es algo más sobrio, más inaparente, más cáustico, privilegio de un poeta mayor como Paul Celan, o incluso Primo Levi, cuyo sueño en Auschwitz era finalmente el más humilde y que él mismo define así: ¡poder llorar, poder enfrentar el viento como antiguamente, de igual a igual, no como gusanos huecos sin alma! Jean-Luc Nancy lo formuló con las siguientes palabras: el hombre, aquel por quien el aniquilamiento vino al mundo, es sobre todo afirmación absoluta de ser; es decir, resistencia absoluta e inexorable al aniquilamiento. [16]
Tal vez esas voces que acompañan tan insistentemente a las imágenes de Lanzmann o Syberberg digan, cada cual a su manera y desde su perspectiva, la vergüenza y lo intolerable, la resistencia y la afirmación absoluta. A mi modo de ver, con eso extrapolan y mucho esa Hecatombe que lleva el erróneo nombre de Holocausto, así como el ansia de simplemente “representarlo” Más allá de esa Catástrofe y de todas las otras, pretéritas, presentes y por venir, esas voces prolongan la vida por otros medios.

Este texto corresponde a un capítulo del último libro de Peter Pál Pelbart: El vértigo por un hilo: políticas de la subjetividad contemporánea, Iluminuras Editora. San Pablo, Brasil, año 2000.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor.
Buenos Aires, 9 de octubre de 2001.

La vergüenza y lo intolerable – Cine y holocausto
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