Un mundo en el cual creer

Al criticar los rumbos de la filosofía, en especial una cierta reflexión acerca de la comunicación, Gilles Deleuze escribe junto a Félix Guattari: “No nos falta comunicación sino por el contrario, tenemos demasiada comunicación, nos falta creación. Nos falta resistencia al presente”. La vida filosófica de Deleuze puede ser ubicada íntegramente bajo el signo de este principio: La única resistencia digna al presente es la creación. Fue lo que siempre hizo, con su estilo tajante, hecho de ráfagas secas, análisis delicados o conceptos extravagantes. Pero finalmente ¿qué creó Deleuze?

Algunos pretendieron reducir el sentido de su existencia, de su obra o de su generación al gesto extremo hacia el cual lo empujó su dolencia. Pero el vitalismo singular de Deleuze está más allá de esas tristes interpretaciones. Para el filósofo, la vida siempre fue concebida como una potencia no-orgánica, fuerza impersonal, que extrapola los límites de la existencia individual, de las formas concretas y visibles que la encarnan, de la finitud que le es propia. En el último texto publicado antes de su suicidio, Deleuze escribía: “No se debería contener una vida en el preciso momento en que la vida individual afronta la muerte universal”.

Sin embargo, como siempre en Deleuze los términos adquieren un sentido inusitado y, cuando menos se lo espera, los vemos al revés. Pues ese “vitalismo” tantas veces asumido por él, no se refiere a un dominio de la naturaleza, ni evoca un principio animista o espontaneísta alguno. Sino todo lo contrario: vida (o deseo) como puro artificio, ser como producción, agenciamiento, maquinación. Un comentarista observó que esa ontología es tan nueva como el universo plástico de los cyborgs y tan antigua como la tradición materialista en filosofía.

El pensamiento de Deleuze es pluralista: se desliza siempre en una multiplicidad sustantiva y en los procesos que en ella operan. Él insiste en que, sólo existen procesos y multiplicidades, de modo tal que la Razón, el Sujeto (o el Objeto), lo Uno, lo Universal no pasarían de meras abstracciones, por más que se intente resucitarlas para contraponerse a la única cosa que en el capitalismo es, de hecho, universal: el capital. Es toda una geografía mental la que se ve ahí cuestionada, en favor de una nueva “imagen del pensamiento”. Por lo tanto, en sintonía con las artes y las ciencias de su tiempo, y en conexión con ellas, Deleuze forjó una filosofía de la diferencia.

Contra el tablero de la Representación que ha orientado al pensamiento (con las figuras de la Identidad y sus sombras, de lo Negativo y sus falsos movimientos), Deleuze propone el juego de la Diferencia. El hizo de la Diferencia un concepto eminente, y lo elevó a una suficiencia sin precedentes. A través de él releyó a Bergson, Nietzsche y muchos otros, abriendo el camino para la elaboración de una ética de la singularidad: no sólo acoger a las diferencias constituidas -sean individuales o colectivas- sino producir nuevas diferenciaciones, hacer del hombre un gran experimentador, un afirmador de modos de existencia singulares. Como dice Foucault, es la “introducción a una vida no fascista”.

Deleuze entonces puede distinguir entre los que piensan a imagen y semejanza del aparato del Estado, de sus estrías y direcciones impuestas por la homogeneización capitalista y sus valores conformistas, y los que piensan según la potencia nómade, en un espacio abierto, multivectorial, como en las estepas de Oriente. En vez del ajedrez (juego imperial), el go chino. La admiración de Deleuze por los nómades, su relación con el desierto, el privilegio de la exterioridad, de la intensidad (“no agitarse demasiado para no espantar a los devenires”), la forma en que pasan a lo largo de la Historia parece darle la razón al traductor japonés de Mil Mesetas: He aquí un gran libro sobre el Asia… Deleuze, el más oriental de los pensadores. Pero ¿no era ésta la recriminación hecha a Spinoza?

No obstante todo esto, no es una cabalgata venida de Oriente; las piezas forman parte de la tradición del pensamiento Occidental, aunque sometidas a atracciones y acoplamientos que ya hicieran que más de un filósofo se retorciera en su tumba. Véase el concepto imposible de empirismo trascendental, tan importante en el sistema deleuziano, mezcla de Hume y Kant. El método trascendental Kantiano (tomemos lo más simple: remontar de un hecho dado a las condiciones que lo tornan posible) no sólo es valorizado, sino también radicalizado. El proyecto declarado de Deleuze, consiste en “purgar el campo trascendental de toda semejanza” con el sentido común, no dejarlo -contrariamente a lo que habría hecho Kant- reproducirse sobre lo empírico (por ejemplo, refutarse sobre la unidad e identidad personal del Yo), ni depender de principios también relativamente trascendentes (por más amplio que aquello que ellos realmente condicionan). Buscar la condición de la experimentación real, y no de la experiencia posible en general. Entonces, es vivida, construida y experimentada… La intensidad es este principio trascendental y genético, ser de lo sensible, objeto de la sensibilidad, que la fuerza a ir a su límite, transmitiendo su violencia a las demás facultades (la memoria, el pensamiento), en un “acuerdo discordante” en el seno de un sujeto pulverizado.

No hay cómo entrar en detalles sobre esa situación compleja. Basta resaltar que el desafío consiste en devolver el pensamiento a la multiplicidad virtual que la da origen: superficie inmanente, intensiva, poblada de singularidades no relacionadas que Deleuze también llamó Inconsciente. En ese sentido, no debe sorprendernos el privilegio atribuido por el filósofo a las intensidades en detrimento de las representaciones. Reencontramos a Nietzsche, en la proximidad de Klossowski o Lyotard, regresando a Freud del revés. De esto trata una de las tesis polémicas de El Anti-Edipo: el deseo como maquinación de flujos y no como un escenario de representaciones. Desde ese punto de vista, es indiferente que se esté en el reino de papá-mamá o en el imperio del significante. Más que el encadenamiento o la estructura, importa el Acontecimiento, uno de los conceptos predilectos del autor.

La teoría del Acontecimiento elaborada por Deleuze, responde a una exigencia que él formula del siguiente modo: le cabe a la filosofía moderna sobrepasar la alternativa temporal-intemporal, o histórico-eterno, en favor de un tiempo más profundo (o superficial): lo intempestivo. Así, tal vez lleguemos indirectamente a una de las coordenadas más perturbadoras del pensamiento de Deleuze, aunque de las más inaparentes: la concepción insólita de tiempo ahí presupuesta, co-extensiva a su concepto de diferencia, y que explica en parte sus resistencias (para decirlo de un modo rápido y grosero: hegelianismos, heideggerianismos, estructuralismos ortodoxos). En vez de un tiempo homogéneo, lineal, acumulativo o circular, emerge una arquitectura temporal turbulenta, plegada, laberíntica, heterogénea.

El Acontecimiento no está ligado a la cadena continua de los presentes, con su dirección única (la buena dirección, el sentido común, la flecha del tiempo), y sugiere una temporalidad paradojal, siempre pasada y siempre por venir, en que la tripartición diacrónica se ve subvertida. La filosofía misma como Acontecimiento: “el tiempo filosófico es así un grandioso tiempo de coexistencia, que no excluye el antes y el después sino que los superpone en un orden estratigráfico”. Es la asunción activa de tal “orden” que causa extrañeza no sólo entre los historiadores de la filosofía -de quienes además Deleuze se nutrió en abundancia- sino también entre los cinéfilos que siguen intrigados con sus dos libros sobre cine (finalmente, ¿qué es una “imagen-tiempo”, una “capa de pasado”, un tiempo liberado del movimiento, un “cristal de tiempo”?). Por no hablar de nosotros, los psicoanalistas, a quienes la idea de un inconsciente constructivista y la priorización de los devenires en relación a la historia podría sonarnos extravagante, pero no por eso menos seductora u operativa, sobre todo en una clínica de la psicosis.

Cuando el militante italiano Toni Negri le preguntó: ¿qué política puede prolongar en la historia el esplendor del acontecimiento y de la subjetividad?, Deleuze respondió con la más heraclitiana y nietzscheana de las inspiraciones: “Creer en el mundo es lo que más nos falta, perdimos completamente al mundo, nos lo despojaron”. Y agrega, como un duende: “Creer en el mundo significa principalmente suscitar acontecimientos -aun pequeños- que escapen al control, o engendrar nuevos espacios-tiempo, aun de superficie y volumen reducido. ¿Cuál habrá sido el acontecimiento Deleuze?

Peter Pál Pelbart: Doctor en Filosofía, USP. Profesor en la PUC/SP y terapeuta en el Hospital de Día “A Casa”. Es autor de Da clausura do fora ao fora da clausura y A nau do tempo-rei. Tradujo al portugués Conversaciones, de Deleuze. Recientemente defendió la tesis intitulada O tempo não-reconciliado-Imagens de Tempo em Deleuze

Cadernos de Sujetividade. Nº especial Gilles Deleuze
Núcleo de Estudios e Investigaciones de la Subjetividad. Programa de estudios de Posgrado en Psicología Clínica. PUC/SP Pontifícia Universidade Católica de São Paulo.
Compiladores: Peter Pál Pelbart & Suely Rolnik.
Junio 1996. São Paulo. Brasil.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras.
(T.A.C.) Traducción autorizada por los compiladores/editores de Os Cadernos. Bs. As. 13 de septiembre de 1996.

Un mundo en el cual creer
Deslizar arriba