El aroma de la papaya verde: La exaltación de la vida en una unión Dionisíaca con la naturaleza

Analizar un film tan complejo y multifacético como este constituye una tarea, como mínimo, temeraria, dado el riesgo que se corre de caer en reduccionismos y simplificaciones. Sin embargo, como ése es el trabajo que me propuse aquí, sólo resta lanzarme a esa aventura, procurando traducir en palabras el torbellino de sensaciones que me despertó el film, haciendo proliferar en lenguajes las irradiaciones estéticas con que me atravesó el espíritu, desde la primera vez que lo vi.

En primer lugar, comenzaría por llamar la atención de ustedes hacia el carácter multisensorial del film, combinando imágenes y sonidos de tal forma que despiertan los cinco sentidos. Así, por una de esas magias del cine, en las escenas en que aparece la preparación de comidas, por ejemplo, es posible -para un espíritu más sensible- sentir el aroma maravilloso entrando por las narices; también en la escena en que Mui se lava, es casi imposible dejar de sentir aquel frescor táctil acariciándonos la piel. De esta forma, es como si la visión y la audición, combinadas estéticamente, adquiriesen el poder de evocar los otros sentidos ausentes. Nosotros, espectadores, con eso podemos también penetrar en los innúmeros campos sensoriales que el film desarrolla, iluminando con los cinco sentidos universos microscópicos generalmente invisibles o poco visibles, audibles, táctiles, sensibles al olfato o al paladar.

Otro aspecto importante es que el film se produce por medio de algunos recursos estéticos, de los cuales me gustaría destacar: el de contraste, el de desplazamiento, el de condensación y el de encuadre pictórico.

Por el contraste entre situaciones humanas concomitantes, polarizadas, se afirman y se acentúan diferencias entre los tipos de vida que el film expone y analiza. Un ejemplo de ese recurso se puede encontrar en toda la primera parte del film, en que se contrastan dos tipos de vida: uno convencional, marcado por las normas culturales del país -en el cual la mujer es completamente sumisa al marido, a los deseos y caprichos, sometiéndose por las mismas razones a la tiranía de la suegra, portavoz de la tradición- y otro tipo de vida en la cual, más allá de las reglas convencionales, la vida se teje en otros parajes: en la zambullida dionisíaca en las pequeñas fisuras microscópicas de la naturaleza, produciendo singularidades en las líneas del devenir-animal, devenir-planta, devenir-cosmos. Por un lado, los empleadores, lacerados entre un pasado que permanece en el presente, tiranizando a los vivos, y un presente vivido en una fruición infantilizada, incapaz de dar valor a la vida en lo que ella implica de envergadura interior y responsabilidad. La escisión aparece entre las mujeres -en su culto a los muertos- y el hombre -perdido en sus deseos infantiles, su vida idealizada, sus dependencias. En cuanto las mujeres trabajan duro, ganándose el pan de cada día, él duerme y toca música con el hijo, como si todos viviesen en un inmenso paraíso; cuando sale de la casa es para gastar el dinero de todos, como si todos se resumiesen a su propia persona. Por un lado, pues, hormigas humilladas y resentidas con la vida, por las muertes de las cuales se sintieron víctimas, y por otro, una cigarra delincuente, narcisísticamente girando en torno a su propio ombligo. Un pasado eternizado -encarnado por las mujeres- escindido por un presente sin espesura -representado por los hombres. De esa escisión escapan sólo los niños, que todavía viven el mundo como pura experimentación y juego: hay inocencia, ausencia de valores morales, presentes tanto en los juegos de quemar a las hormigas con la parafina derretida de las velas como en los juegos de poder con la pequeña empleada, realizados por uno de los chicos; en esas escenas, la cámara explora la verticalidad de las relaciones empleador-empleado encuadrada por el buen humor inocente de los pequeños actores que la encarnan. Dentro del universo mismo moralizado de los empleadores ya se contrastan, pues, la vida conformada de los adultos con la vida abierta de los niños; diferencia que se eclipsará con el correr del tiempo: la segunda parte del film ya nos muestra a los hermanos crecidos, actuando en los mismos papeles estereotipados de hombre y mujer que antes eran del padre y de la madre. El gran contraste se produce, pues, entre la casa principal y el cuarto de los fondos, entre el mundo civilizado de los propietarios y el universo marginal de los desposeídos; sin embargo, paradójicamente, el film no entra por la vena marxista de la cuestión, ni intenta pregonar la existencia de una clase proletaria, libre de los vicios burgueses de la clase dominante. El contraste aquí es de otro orden: es entre aquellos que viven cautivos del pasado y de las convenciones sociales -en el resentimiento o en el infantilismo-, siendo incapaces de crear un devenir y aquellos que están liberados del pasado, que pudieron olvidar, desprenderse de sus raíces, ya sea porque aman la vida del modo en que se presenta, en las múltiples formas que va asumiendo, como en el caso de Mui. Lo que ese contraste nos permite ver es el exacto significado de aquello que Nietzsche denominaba amor fati, amor al destino y que, lejos de ser una expresión de pasividad o de conformismo, constituye aquello que el filósofo consideraba la fórmula propia de la salud, o sea: la capacidad de transmutar constantemente todo lo que somos y todo lo que nos alcanza en luz y en llama, como dice uno de sus más célebres aforismos.

Habría mucho que decir acerca de los modos en que Mui da forma a su existencia en un devenir-naturaleza de orden cósmico. Existe ahí una curiosidad y un maravillarse perpetuos que hacen que todo el mundo retorne siempre como puro espectáculo, como eterna exuberancia, abriéndose siempre en interminables pequeñas ventanas, en que los microuniversos vibran sus intensidades. Y Mui se torna, de hecho, en cada uno de esos pequeños seres en el instante en que los contempla: ella se transmuta en las hormigas cargando comida, o en el grillo que trata inútilmente salir del vaso, o bien como el abejorro cuidadosamente domesticado en una pequeña jaula; se trasmuta en ellos y al mismo tiempo los trasciende en una unión cósmica con la naturaleza, en que las formas son todas provisorias, fruto de la inmúmeras afecciones que el mundo le produce en su cuerpo y en su espíritu y de las marcas-simientes que en ellos va dejando. Esa unión cósmica, bien podríamos llamarla dionisíaca, sin serle infieles a las características del mítico dios: conforme nos muestra Jean-Pierre Vernant en un ensayo intitulado: “El Dionisio mascarado de las ‘Bacantes’ de Eurípides” [2] , Dionisio, además de su faceta aterrorizante y cruel -que generalmente, exhibe a los infieles- posee también una faceta equilibrada, serena. Siendo, primordialmente, aquel que enseña el devenir, la alteridad incesante en que se despliegan las cosas, Dionisio es el dios del corazón, del falo, de todo lo que es vida, palpitación, torrente, intensidad, pero es también el dios que enseña la verticalidad corporal, el equilibrio, el juego de cintura; o en otros términos, el arte de los dosajes y de las mezclas en un buen vivir sereno. Y como es un dios de origen oriental, puede también ser merecedor de ese pedazo de mundo en el cual los acontecimientos del film transcurren.

El film trabaja también con desplazamientos y con condensaciones. Un ejemplo de desplazamiento es la escena en que Mui está cambiando de empleo y en la cual a su salida de casa -con toda la emoción que genera en la patrona- está simbolizada por el pequeño abejorro que escapa de la prisión; ahí el abejorro es, al mismo tiempo, él mismo y Mui, en una constelación envolvente que da forma simbólica al acontecimiento en cuestión. Ya las condensaciones son usadas para expresar la interpenetración entre el mundo humano, el mundo de la naturaleza y el mundo de la técnica, en las innúmeras veces que se mezclan, Por ejemplo, el barullo intermitente de la leche de papaya goteando desde el árbol es mostrado, la primera vez, con la imagen visual que le corresponde; reaparece, entretanto, en otras escenas simbolizando acontecimientos humanos: cuando el jefe de casa vuelve al hogar después de una buena farra, el barullo es usado para aludir a los latidos del corazón de su anciana madre; en seguida, ese ruido se mezcla y se prolonga en el tic-tac de un reloj, denotando el estado de preocupación y de espera en que todos se encuentran, dado el precario estado de salud con el que él retornó. También en la escena en que el admirador de esa anciana dama (madre del jefe de casa) logra -con la ayuda de Mui, con su más pura inocencia- subir las escaleras de la casa para verla, el goteo de la leche de papaya reaparece en los latidos de su corazón, expresando la alegría incontrolada de alguien que ve al ser amado después de un largo tiempo de espera. La segunda parte del film es bastante rica en esos recursos de condensación: por ejemplo, hay una escena en la que Mui se baña y en la cual la combinación entre el barullo del agua y el sonido del piano, en el fondo, crea un clima de pura sensualidad. Hay otra, cuando el patrón apasionado la busca en el pequeño cuarto de los fondos, en que se combinan sonidos de grillos y sapos, barullo del agua de lluvia y una música atonal, creando una sensación de suspenso y erotismo en el aire.

El recurso del encuadre pictórico, es el último que me gustaría destacar, como todos los otros sirve para la creación de climas afectivos, evocando realidades múltiples que se esconden y se anuncian en la escena encuadrada. Uno de los ejemplos de ese recurso, aparece en una escena que transcurre en el cuarto de las empleadas: la cámara focaliza las sandalias de Mui, en un close-up que abarca toda la pantalla; entonces -como en la pintura de Van Gogh del par de zapatos campesinos- somos llevados, de inmediato, hacia aquel universo que evoca y anuncia el cuadro, hacia toda la multiplicidad de sentidos condensada en la referencia virtual que la imagen señala y oculta. Otro ejemplo de encuadres, aparece en la escena en que la madre y los hijos lloran la ausencia del padre: la pantalla exhibe los sufridos pies de aquella madre acariciados por el hijo, en un momento de pura intimidad.

De todas las escenas del film, tal vez merezca destacarse la de la preparación de la papaya verde, que aparece al inicio y reaparece después, en la segunda parte, retrabajada con fineza y colorido: al son de los grillos y de otros ruidos de la naturaleza, la papaya es raspada para producir la ensalada y de inmediato es cortada. Entonces, vemos el dedo de Mui, poseído por la misma curiosidad, encanto y fascinación que caracterizaba a la pequeña niña, recorriendo las semillas blancas, retirando una y colocándola en el medio de las plantas que llenan la vasija con agua que se encuentra enfrente. Tenemos una de las más bellas alegorías, ya producidas en el cine, la de la fertilidad, del ciclo vital que envuelve al mundo. ¿Podría esa pequeña semilla blanca estar aludiendo también al período ovulatorio de Mui, al ciclo de la fertilidad de la mujer adulta que descubre, con la sexualidad, su condición femenina? Es posible.

Me gustaría destacar, los sentidos de salud (y de enfermedad) -que traspasan y diferencian los tipos de vida planteados en el film. Pero -conviene observar- no estoy hablando de salud mental sino simplemente de salud, pues desde la perspectiva del análisis aquí asumida el concepto posee una unidad psicosomática importante de subrayar. Estoy hablando desde la perspectiva de Nietzsche, para quien cuerpo y mente sólo son, en cada momento de la vida, traducciones diferentes de un mismo conjunto de fuerzas vivas presentando diversos niveles de solidaridad y jerarquías entre sí, cuando se trata de salud o de enfermedad [3] . Pienso que el film sintetiza su concepción de salud, en la parábola leída en el final por Mui y que yo repito aquí:

El agua de la primavera que emana del interior de una roca, tiembla despacio cuando es sorprendida [4] [5] Las vibraciones del suelo hicieron que naciesen látigos, que repercutieran en ondas irregulares en la superficie, sin ocultarse. Si existe un verbo que significa “sacudir armoniosamente”, debe ser usado aquí. Los cerezos, hundidos en la sombra, se expanden y se enroscan, oscilan y se tuercen al ritmo de las aguas. Pero lo interesante es que, sean cuales fueren sus cambios, conservan sus formas de cerezos.

Comento brevemente la parábola: expandirse, enroscarse, oscilar y torcerse en el movimiento de las aguas de la vida, en sus espejismos, sin perder la forma propia parece ser la fórmula de la salud inmanente a la visión del mundo pregonada por el film. Sin embargo, es necesario saber interpretar correctamente el texto, caso contrario podría perderse lo más precioso que nos ofrece el film. Conservar la forma propia no quiere ahí decir mantener una forma dada a priori -definida de una vez por todas- porque las formas son todas mutantes, forman parte de los espejismos de la vida, son como imágenes reflejadas en el agua, contorneándose, transmutándose por las vibraciones del suelo. Conservar la forma propia significa poder reconocerse en las múltiples formas que se van asumiendo, mantener el sentimiento de lo propio a través de los innumerables otros que nos tornamos por la vida afuera. Dicho en otros términos, ser capaz de incorporar las alteridades en que siempre nos desplegamos, sin miedo de despedazarse y sin perder el amor propio y al mundo. O, resumiéndolo en un solo término: amor-fati=amor al destino. Mui – que – se – torna – sapo – y – que – se – torna – hormiga – y – que – se – torna – abejorro – y – que – se – torna – papaya – y – que – se – transmuta – siempre – indefinidamente, con una sonrisa de alegría y de placer. Mui que se deja traspasar por el mundo, en la pura inocencia de existir. Mui que se despliega en los infinitos microuniversos, entrando por las interminables ventanas que la vida le abre. Y que, a través de esas innúmeras formas, reaparece, retorna siempre como Mui. Ser uno-mismo, siendo al mismo tiempo, innúmeros otros, vivir la propia vida pudiendo al mismo tiempo vivir otras innúmeras vidas: ésta es la fórmula de salud que el film nos enseña. La vida se expande y se exalta en una unión dionisíaca con la naturaleza. Y se torna nómade, sin necesitar salir del lugar. Y descubre su poder creador, más allá de las convenciones sociales y de todo el encuadre servil de la mujer vietnamita. Tal vez ése sea el sentido más precioso que se le pueda dar al término libertad.

Este ensayo pertenece al libro “OUTR’EM-MIM: ensaios, crônicas, entrevistas.” Plexus Editora, São Paulo, Brasil 1997.
Traducción: Andrea Alvarez Contreras (T.A.A) Traducción autorizada por el autor


Este texto es una revisión de una conferencia realizada en Porto Alegre, en el Seminario: “A Loucura pelas Lentes do Cinema”, el 12 de noviembre de 1994. Por esa razón se mantiene la forma de lenguaje allí empleada. Fue publicado en los Cadernos de Subjetividade, v3, n.1, p59-64 mar/ago 1995. Por obvios motivos sólo podrá ser comprendido después de ver el film en cuestión: O cheiro da Papaia verde, dirigido por Tran Anh Hung, coproducción franco-vietnamita, 1993.
N. de la T.: aquí en Argentina se estrenó como “El aroma de la papaya verde”.

El aroma de la papaya verde: La exaltación de la vida en una unión Dionisíaca con la naturaleza
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