A Marília Muylaert y a nuestras discusiones en clase.

Uno de los grandes equívocos del psicoanálisis es pensar la subjetividad y el mundo como entes distintos, excluyentes: la célebre oposición “mundo interno”-“mundo externo”. El mundo nunca nos es totalmente interior, ni exclusivamente exterior: es parte de nuestro ser, ingrediente de la sustancia que nos compone y, por otro lado, nos trasciende de punta a punta. Por tanto, es interior y exterior al mismo tiempo.
Cuando escucho una música, por ejemplo, si me abandono a sus encantos, soy literalmente invadido y poseído por sus sonidos y por todo el torbellino de afectos y de imágenes que pululan en el mismo movimiento. Decir que la música consiste en un ente mundano que, al tocarme, despierta los afectos e imágenes que (¡éstos sí!) forman mi ser, es falsear el acontecimiento. En aquel momento -que puede durar una eternidad- soy aquella música corporificada: ella habita mi cuerpo, fluye en mi sangre, pulsa en mis venas, llevándome hacia los más diferentes lugares. Me transporta como una alfombra mágica y, sin embargo, yo la tengo en mí, como una membrana palpitante que reviste toda mi intimidad, comprimiéndola y vaciándola como una gran vegija y nuevamente llenándola de sonidos, imágenes, coloridos, vibraciones. Está, al mismo tiempo, fuera y dentro. Es mundo-subjetividad: otro-en-mí.
Si a continuación la luz se apaga y la música se interrumpe, soy repentinamente lanzado hacia un vacío que, en un corto espacio de tiempo, se llena. Otras imágenes y sensaciones vienen entonces a solicitarme: un “Pá” me entra por los oídos, instalando una cierta expectativa que sólo termina cuando aparece la figura traviesa de mi hijo Enrique con un: “¿Jugamos?” En un instante estoy sentado en el piso con él, literalmente poseído por su humor contagiante y, al mismo tiempo, sorprendido con su capacidad de concentración cuando se entretiene con un juego de su interés (cuando se trata de la tarea para el hogar ¡acontece siempre una corrida de toros!). Y cuando, después de un cierto tiempo, él desaparece, de forma tan encantadora e imprevisible como la de su presencia minutos atrás, solo, todavía conservo algo suyo dentro mío. Sus risas todavía resuenan como un eco inaudible, que recojo en la vibraciones de mi cuerpo.
Pero hete aquí que la luz retorna y enciendo nuevamente la música. Es una de las cuatro últimas canciones de Richard Strauss: Beim Schlafengehen, dirigida por Solti y cantada por Kiri Te Kanawa. En breve, soy lanzado hacia un esplendor palpitante que, de tan intenso, no logra contenerse en los límites de mi cuerpo; y cuando lloro es como si todo el mundo y toda la vida habitasen mi ser, metamorfoseados en esa fluidez luminosa que me traspasa de pies a cabeza. Quedo hechizado: voy a buscar explorar diferentes interpretaciones de la misma música Oigo la de Kirsten Flagstad (y Sebastián) y los flujos que me invaden son más densos, más consistentes, menos palpitantes, como si todo aquel esplendor ganase tierra firme y buceara en el piso, buscando raíces (¡pero es en el piso de mi cuerpo!). Y al escuchar la misma canción con Elisabeth Schwartzkopf (y von Karajan, en una grabación en vivo), los sonidos se despliegan, introduciéndome en sus articulaciones: ahora yo los recorro en todas sus fibras, habitando cada tonalidad, cada matiz, desde el más oscuro al más luminoso. Y ante cada nuevo retorno de la música, ésta se torna cada vez más mía, más yo mismo, hasta llegar a componer un pedazo de mi carne. A partir de entonces, es como si hubiese estado conmigo desde siempre, como si la vida nunca hubiese sido posible sin su esplendor (la reminiscencia platónica, cuando se imagina abrazar la Idea, debe ser una ilusión retrospectiva de ese género). Salgo diferente de ese encuentro, enriquecido; como diría Spinoza, la potencia de ese ente musical se une a la mía, expandiéndola, revelándome esplendores hasta entonces desconocidos. Conozco otra margen de la alegría.

El mundo es siempre una experiencia de ese género. Tómese, por ejemplo, la vivencia de un rechazo amoroso, en una escena banal: un miembro de una pareja busca al otro en plena madrugada, invadido por una intensa excitación sexual y -ya sea por sueño, cansancio o incluso resentimiento por la discusión del día anterior- el otro, aún estando despierto, ignora la demanda de su compañero. Hecho simple, cotidiano, vulgar. Imaginemos también que, en el momento de la búsqueda, el solicitante estaba invadido por fantasías de desamor por parte del otro, queriendo desconfirmarlas. Nada demasiado complicado: la discusión del día anterior trajo a colación antiguas marcas de la infancia en que, siendo un pequeño infante dependiente, se sentía -por una razón cualquiera- incomprendido y desamado. Entonces, lo que sucede es previsible: el rechazo (o inercia) de su pareja será interpretado como señal del más intenso desamor. Es decir, será interpretado por los signos del pasado, nuevamente vigentes. Pero quien decodifica todo eso es el psicoanalista (o el genealogista), en un análisis posterior. Lo que acontece, en aquel momento, con el amante rechazado es sentirse literalmente invadido, violentado, por el rechazo del otro (¡ningún sentido común, ningún distanciamiento posible!). El rechazo permanece entonces, como un cuerpo extraño atascado en su garganta, imposible de ser digerido, consumiendo su cuerpo y su espíritu cual hechizo chamánico, hasta que algún nuevo acontecimiento venga a alterar el sentido de la situación. Aquí tenemos un mal encuentro: el rechazo de uno viene a sustraer la potencia del otro, empobreciéndolo, paralizándolo en la tristeza.
Entretanto, se podría argumentar que aunque un sujeto humano se deje seducir por una música o abatir por un gesto del ser amado (vivido como desamor), y quede a merced de ellos: fascinado por uno, paralizado por otro, una música será siempre una música y un gesto será siempre un gesto, o sea, entidades con sustancia propia, discriminables de la interpretación subjetiva de la que fueran objeto. En el caso del gesto, esa interpretación “errónea” puede ser también fácilmente desmantelada: cuando al despertar al día siguiente y después de interpelar a su pareja recibiendo como respuesta “sólo me sentía un poco indispuesta”, nuestro amigo percibirá que, en verdad, deliró. Más aún, si llevase ese acontecimiento a su sesión de análisis, podrá descubrir que posiblemente “transfirió” hacia su compañera cosas de su pasado que no tenían nada que ver con la “realidad objetiva” de la pareja. Sólo que las cosas no son así, ni tan simples, ni tan claras.
Nadie negaría que tanto la música cuanto el gesto poseen una realidad que trasciende la interpretación de la que fueran objeto.
Entretanto, esa realidad nunca es totalmente objetiva, del mismo modo en que la interpretación nunca es totalmente subjetiva: ¿quién podría afirmar que la dimensión objetiva de aquellos entes excluye enteramente aquellas facetas que la interpretación recortó? Nadie, pero de forma análoga, también es difícil concluir de inmediato, que ella las incluye. En el caso de la música, es tal vez más fácil reencontrar en el objeto aquello que fue experimentado: basta reubicar varias de las grabaciones, tratar de recuperar el estado de espíritu y la interpretación afectiva de entonces; aunque ellos no sean los mismos (¡nunca lo serán!), será posible percibir que la nueva experiencia posee algunos puntos en común con la antigua y que algunas facetas de la música están aún allá, pasibles de ser experimentadas, degustadas. ¡Pero en el caso del gesto de la pareja?
Obviamente, él no es recuperable, ni siquiera en una sesión de psicodrama o de hipnosis (se engañan soberanamente quienes piensen que es posible recuperar el pasado intacto, de alguna forma; toda rememoración es siempre una reinterpretación del pasado a partir del presente). Pero justamente por eso, es imposible afirmar que, cuando acontece, no comportase, de alguna forma, el germen del rechazo y del desamor que afectaran el espíritu de su compañero, aunque éste pueda haber usado, en su interpretación, códigos de su historia personal. Todos sabemos que el presente sólo puede movilizar marcas del pasado, cuando posee con ellas algún tipo de afinidad (entonces, es posible que la sensación de “sentirse indispuesta” de la compañera comportase algún odio inconsciente, no digerido).
Más conclusivo que estos argumentos, entretanto, es aquel que afirma que, en aquel período de tiempo, el rechazo/desamor de la compañera -real o no- lo atravesaba de punta a punta. O sea que, él estaba totalmente poseído por ese otro. Decir que ese otro era construido por su fantasía -aunque creamos que sea posible algún tipo de fantasía sin vínculo alguno con la realidad presente- tampoco resuelve el problema. Aún así, sería posible argumentar que esa fantasía habría de tener sus raíces en experiencias antiguas de desamor envolviendo algún otro, en los desfiladeros del tiempo. En el límite, esos desfiladeros podrían hasta incluso alcanzar los antepasados remotos, en caso que quisiésemos echar mano a la idea de fantasías heredadas, protofantasías, -creencia de la cual ni Freud estuvo inmune, con todas aquellas hipótesis filogenéticas, que todos conocemos bien. Eso quiere decir que ese otro que recubre y llena nuestro ser, es siempre mundano, no importando cuál sea su origen. Vivimos siempre atravesados por el mundo, de punta a punta.
De esta forma, el mundo no es tan solamente exterior, ni tan solamente interior; está siempre fuera y dentro al mismo tiempo, mejor dicho, constituyéndose en esa imbricación de un exterior y de un interior, fluyendo y refluyendo por movimientos de proyección e introyección, tal como Ferenczi había ya intuido.
Afuera y adentro participan, pues, de la misma sustancia, el adentro constituyéndose como una envergadura del afuera; el afuera como una multiplicidad de perfiles proyectados desde adentro. Al afuera aprendemos a llamarlo mundo; al adentro, subjetividad.
Esta mutua constitución es lo que atesta, de una vez por todas, mi existencia como devenir mundano, la existencia del mundo como devenir subjetivo: yo-en-otro/otro-en-mí, bolsas de la misma harina, panes del mismo trigo.

Esta crónica pertenece al libro homónimo, “compilación de ensayos, crónicas y entrevistas: OUTR’ EM-MIM”. Plexus Editora. São Paulo, 1998.
Traducción: Andrea Alvarez Contreras.
Supervisión: Dr. Hernán Kesselman
Buenos Aires, 26 de febrero de 1999

 

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