El mito de la revolución: la “militante-en-nosotros”

La primera cosa que al cartógrafo le llama la atención es, la visión épico dramática que los revolucionarios tienen de la historia: dicen obedecer al programa de la línea de destino a la que todos los pueblos serán, un día, necesariamente sometidos. Esa línea, explican, es totalmente previsible: basta “concientizarse” y “asumirla”. El cartógrafo nota que la línea que imagina es la de su partido, línea que según ellos los llevaría fatalmente, de modo revisionista o radical (o sea, con o sin escalas) a la tierra prometida de la sociedad revolucionaria. Por eso, es que la defienden con uñas y dientes. Él comprende que el discurso y las actitudes de algunos rozan el fanatismo. Ellos le dan la impresión de adecuar todos sus gestos, sin excepción, al buen funcionamiento de esa línea. Buscan mantener la “historia en la mano”, como quien mantiene las riendas de un caballo, piensa el cartógrafo. El “caballo” que quieren controlar con las riendas de su historia y su cuerpo vibrátil, sensible a lo invisible y a las salvajes desterritorializaciones operadas por la geografía de los dos primeros movimientos del deseo, que acontecen en esa dimensión. Es con ese fin que se someten a un plano para la tercera línea, trazado por el comité central de distribución de sentidos y valores de su partido y de su “teoría de la historia”. Al darse cuenta de ello, el cartógrafo queda absorto, pues descubre que cuando piensan estar resistiendo al sistema vigente y de hecho lo están haciendo-, desde el punto de vista macropolítico de las relaciones de explotación y dominación; desde el punto de vista micropolítico caen, de lleno y sin saber, exactamente en el eje de la estrategia de deseo del sistema que quieren destruir: la captura. Y él desarrolla esta idea: se quedan diciendo que no quieren dejarse “recuperar” por el sistema, pero confunden “no dejarse recuperar por la captura”, que es lo que define ese sistema en la perspectiva micropolítica, con “no dejarse recuperar por esa captura”, la operada por la central, el sistema de sentidos y valores en vigor, lo que está en el poder. Y, con eso, si por un lado luchan contra el poder en cuanto soberanía, por otro, desde el punto de vista del poder como técnica de subjetivación, no se abren a la desterritorialización y siguen dejándose recuperar por la captura, sólo que la del contrapoder de la central de su partido y su línea de historia endurecida. En ese aspecto, su política de constitución de territorios del deseo termina siendo idéntica a la del sistema al cual se oponen. El cartógrafo repara que ellos también confunden los dos significados de la palabra América: la realidad de una nación y, por otra parte, la patente de un modo de producción de subjetividad. Patente de un modo propio de la sociedad mediática, que puede hasta haber sido registrada por vez primera por la nación homónima pero que no se reduce en absoluto a ella: esta “América” está en todas partes. Nadie más puede reivindicar su patente. Ella es una sociedad anónima. La América en nosostros, en esa confusión, al resistir de hecho, y con toda razón a la dominación política y a la explotación económica a la que la nación americana los somete, oponiéndole un contrapoder, al mismo tiempo resisten a la realidad de la “revolución” en la subjetividad, operada por la mercantilización del trabajo y a la industrialización de la cultura, la cual por lo que está entendiendo el cartógrafo les es íntegramente insoportable.
Los militantes la rechazan en bloque: detestan, por ejemplo, a los mass media y su cultura de masa. Viven diciendo que la “América no pasará”, por un lado se niegan a someterse al imperialismo económico y político norteamericano, y por otro, se defienden de reconocer que, en el segundo sentido, el del modo de semiotización la “América” aquella en nosotros, no sólo ya pasó y no tiene retorno, sino que no deja de pasar. No perciben que eso, en sí, no es ni bueno ni malo: es sólo el modo de semiotización actual. No perciben que hay muchas maneras de vivir ese modo de semiotización y que, para discriminarlas, antes que nada, es necesario reconocer su existencia y abrirse a ella. El cartógrafo reconoce que, gracias a la intensificación de la tercera línea de su deseo, ellos se entregan de cuerpo y alma a la lucha por sus investiduras de interés, en calidad de representantes de los oprimidos. Con la fuerza de un ideal, levantan barricadas contra el desmesurado avance de las fuerzas de explotación y de dominación. Pero, al mismo tiempo, él también reconoce que por ignorar defensivamente las dos primeras líneas, abandonan la lucha por sus investiduras de deseo y, a veces, terminan siendo sin saberlo abiertamente reactivos desde el punto de vista micropolítico. Nuestro amigo imagina que eso debe debilitar inclusive su propia lucha macropolítica. Por no reconocer la “América mítica” (en nosotros) terminan sin poder discriminar sus variados aspectos. Ni se abren para encontrar un modo de semiotización que albergue al finito ilimitado y toda la fractura que se ofrece súbitamente al deseo en cuanto afán de invención de nuevos mundos el lado positivo de la América en nosotros ni resisten a la insensibilización del cuerpo vibrátil y a la captura por los equivalentes generales el lado negativo de esa misma “América”. Por no aclimatarse a lo contemporáneo, pierden la oportunidad de conquistar la potencia que aquella abundancia de lenguaje, con cuerpo y sin captura, permitiría al deseo. Pierden la oportunidad de expansión. Otra cosa que el cartógrafo observa es que al “extranjero”, que consideran un intruso, oponen un puro sí mismo: al “burgués inmundo”, oponen el paradigma de “perfección de los miembros de su partido y de la clase obrera de su país”; al “imperialista guarro”, oponen su “virtuosa nación y la inmaculada clase obrera de todas las naciones del mundo”. Defienden lo que llaman “nacional popular” y que corresponde a cosas tan extrañas como considerar reaccionaria a la música electrónica. El cartógrafo deduce que eso se debe al hecho de que están acostumbrados solamente a la música acústica. Al comienzo de su convivencia dentro del “aparato”, el cartógrafo encontraba muy sofisticado a todo aquello. Pero ahora, percibe que, como en el caso de su “línea de la historia”, lo nacional popular es un mapa hecho de viejos territorios vacíos de sentido, una entidad trascendental que crearon para, a su manera, protegerse de la exacerbada desterritorialización a la que su deseo viene siendo sometido desde hace algún tiempo. Nuestro cartógrafo imagina que deben haber pasado del punto que logran soportar, recordando su regla. Al transformar la angustia de la desterritorialización (o la de las escenas de simulación explícita de la América en nosotros) en “dolor de falta” de la identidad perdida, territorio esencia que simulan para sí y para el mundo, pueden evitar la confrontación directa con aquella angustia que los aterroriza y soñar que, un día, cuando rescaten su identidad usurpada, su dolor tendrá fin. De nuevo la resistencia al finito ilimitado. Ahora, nuestro amigo entiende: es la desterritorialización que ellos llaman “extranjero”. El cartógrafo acaba de descubrir que, para sobrevivir, los militantes inventaron el mito de la identidad cultural, clasista o nacionalista. Le dicen que pretenden defender y rescatar su identidad, que les habría sido robada por la América, la del Norte. Sin embargo, para el cartógrafo está claro que dicha “identidad” atribuida a algún antiguo territorio transformado en esencia no sólo es un mito creado en el momento mismo de su reivindicación sino, lo que es peor, ese mito alimenta exactamente la micropolítica de la captura. Y hasta arriesga una hipótesis: en el fondo, la identidad es un mito funcional de ese sistema, mito de referencia profundamente anclado en la subjetividad de todos. Nuestro investigador desarrolla su raciocinio: a la luz de la desterritorialización de todos los lenguajes y de la centralización de sentidos y valores considerados “modernos”, los territorios que se desintegran son considerados, por principio, “arcaicos”. El cartógrafo percibe que, en vez de combatir el sentido de lo arcaico (que le es atribuido como un estigma y que sólo se sustenta en relación a la centralización de sentidos y valores) lo que los militantes-en nosotros están haciendo es reivindicar lo arcaico como esencia: a eso denominan “identidad cultural”, y la defienden con fervor. Y nuestro investigador conceptualiza: en verdad, en esta micropolítica se acepta el estigma de arcaico invirtiéndose sólo su valor de negativo, él pasa a ser considerado positivo y orgullosamente “asumido”. Tales reflexiones llevan aún más lejos a nuestro amigo: él comienza a repensar la propia noción de “cultura” en ese contexto. Observa que, aquí, “cultura” deja de significar “producción de nuevas cartografías” y por lo tanto, “proceso de desenraizamiento” para, por el contrario, ser sinónimo de “territorio fijo, esencia” en suma, “objeto natural”. Es decir, “cultura” pasa a ser sinónimo de “raíz”. El cartógrafo retoma sus reflexiones sobre la tan mentada identidad cultural y, espantado, se da cuenta que la búsqueda de una identidad es voluntad de enraizamiento. Ahora, él ve que, si investir ese mito fue la forma que los militantes en nosotros encontraron para resistir a la desterritorialización desenfrenada y a la captura, al adoptar tal estrategia, sólo sustituyen la central oficial por otra, de oposición. Eso sólo mantiene y alimenta el sistema de captura, sólo mantiene y alimenta a un sujeto capturado, rebatido sobre sí mismo y debilitado. Sujeto bloqueado para el uso de la transversalidad de las materias de expresión: sujeto carente de planos de consistencia para sus afectos desterritorializados, pero plenamente identificable en un modelo siempre repuesto: una individualidad abstracta. Es que el problema insiste el cartógrafo- no son los sentidos con los que se opera la captura (el mapa adoptado) sino la propia captura. Nuestro amigo siente que, puede dar un paso más en aquello que ya ha entendido del síndrome de carencia y captura. Él descubre que hay, por lo menos, otra versión de ese síndrome: la “captura por la identidad cultural”. Y concluye: un agenciamiento sólo puede ser vivido como una “identidad”, originaria o no, por un inconsciente que perdió la fuerza de agenciar o que necesita debilitarla. Pero, recordando su principio extramoral, el cartógrafo reconoce que las cosas no son tan simples así: si, por un lado, dicha micropolítica considerada en sí misma, es evidentemente cerrada y reactiva: por el otro, si la observamos en el contexto que está siendo cartografiado, esa misma micropolítica funciona también como fuente de elan en la lucha macropolítica contra el imperialismo. Ése es su lado vital. Y nuestro investigador da un paso más: percibe que, por la misma razón por la cual inventaron el mito de la identidad cultural, inventaron también el mito de la revolución. Ese mito, constata, es el único que logra darle valor a su vida, ascética y amarga. La realidad viva y actual provoca tamaña antipatía que, al parecer, muchos optaron por la clandestinidad, capturados por el mapa de la sociedad revolucionaria escogido por su valor de futuro. De los militantes en nosotros, una parte fue aún más lejos, lanzándose a prácticas terroristas: sólo salen de sus escondites para operaciones relámpago, violentas, de guerra de guerrilla. Dicen tener razones estratégicas para hacerlo y el cartógrafo entiende que, desde el punto de vista micropolítico (el único que conoce) eso tiene que ver con la urgencia agónica que sienten al cambiar de situación, lo que hace que no tengan paciencia para aguantar la burocracia y la lentitud de ejércitos o partidos convencionales. Quieren una línea más dura aún y más fulminante: quieren hacer estallar todo, hasta físicamente, y lo más rápido posible. A pesar de comprender sus razones (aunque poco entienda de macropolítica), de admirarlos en su fogoso y romántico coraje, de reconocer la importancia de su lucha y la fuerza de su ideal, el cartógrafo no deja de pensar que, desde el punto de vista micropolítico, no es impensadamente que se escoge ese tipo de estrategia. Lo que los alimenta, en su cultura militante de ese punto de vista , es imaginarse con el pecho ensangrentado en las trincheras embanderadas de la lucha revolucionaria, logrando dar fin a esa realidad que consideran maldita. Él repara que, es en torno a eso que muchas veces construyen sus territorios, necesariamente endurecidos ya que están cerrados a los dos primeros movimientos del deseo , y guiados únicamente por la referencia a la central (a la suya, claro está).
El cartógrafo concluye que los dos mitos el de la identidad cultural nacional popular y el de la revolución son fundantes de ese modo de producción de la subjetividad. Y deduce: la contrapartida de esa elección es el cierre al cuerpo vibrátil, que notó desde el inicio; una especie de armadura de amargura con que vistieron su cuerpo. Los militantes sólo captan del deseo su plano visible y conciente: confunden la subjetividad en general con su modo de producción predominante en la sociedad en la que viven, aquel que produce individualidades abstractas. Además de las políticas de constitución de territorios, la que ellos más conocen es la que se da por la captura, incluso porque su propia subjetividad establecida, conforme constató el cartógrafo, esta siendo sometida a esa misma política.
Recién ahora, el cartógrafo está logrando entender algo que, al comienzo de su experiencia con los militantes, le había parecido muy extraño y hasta desagradable: el hecho abominable de que se perciba el deseo y acusar a quien osara hacerlo de estar cometiendo un “desvío individualista, típicamente pequeño burgués”. Es que, al reducir el deseo a la individualidad, terminan también en ese aspecto cayendo de lleno en el modo de producción del deseo del sistema que creen estar combatiendo. Su estrategia es movida por el mismo tipo de fuerza, el mismo tipo de voluntad. Y lo peor es que, como hacen eso en nombre de la liberación y de la justicia, confunden y acentúan más aún la culpa y la mala conciencia de aquellos que intentan, tímidamente, abrir el acceso a su cuerpo vibrátil. Él ya había reparado en eso con la amiga noviecita que lo llevó al aparato”: ella vive un conflicto intenso. Ese grupo evalúa él forma una verdadera patrulla en este caso, ideológica. Consideran todo lo que huye de dicha “línea de la historia” que pensaron en adoptar como única y verdadera fruto de una “falsa conciencia”. Es que creen en una conciencia totalitaria y totalizante, hecha de la transparencia a la verdad del mundo: verdad del “pueblo”, verdad de la nación, verdad de la línea revolucionaria de la historia. Inmaculada verdad que sólo los obreros y los elegidos del partido o de los “grupos” pueden reconocer: basta seguir al pie de la letra el programa”. Nuestro investigador está bastante espantado.
El cartógrafo considera que, ya conoció lo esencial de la micropolítica de las resistentes en nosotros, versión militante. Él y su amiga van al encuentro de las otras noviecitas. En el camino, el cartógrafo le pregunta a la amiga militante dónde y cómo queda el encuentro hombre/mujer, en ese caso. Ella le cuenta, con inocultable orgullo, que las parejas que se forman se rehúsan a legalizar su unión, pues sienten un profundo desprecio por las “instituciones burguesas”: se consideran “compañeros” y es ése el nombre que usan para referirse a sus parejas. Se sienten iguales: compañeros de lucha, de trabajo, de sexo y de esperanza le explica ella. Y el cartógrafo tiene la impresión que, por un lado (el lado visible del tercer movimiento), esa igualdad reivindicada por aquello que más tarde se llamará “feminismo”, se volvió necesaria a partir del momento en que todos, hombres y mujeres, se convirtieron en “trabajadores libres”. Pero, por otro lado, (el de lo invisible de los dos primeros movimientos del deseo) parece que esa homogeneización de territorio neutraliza la igualmente necesaria vibración de las diferencias en el encuentro de los cuerpos vibrátiles de todos los sexos. Y nuestro amigo investigador pondera: si para los hombres ya debe estar siendo difícil cambiar, dentro de su condición genérica de trabajador “libre”, para las mujeres entonces debe estar siendo mas difícil aún, pues tienen que dar un salto (a veces mortal) de la vida doméstica a la vida atribulada y agresiva del mercado, convirtiéndose directamente en trabajadoras libres. Él imagina que es ésta la razón de la neutralización de la diferencia sexual, en el sentido fuerte y múltiple del término; una especie de defensa provisoria para construir ese pasaje. Y se tranquiliza. Cuando llegan al local donde habían marcado encuentro con las otras noviecitas, el cartógrafo luego va diciendo que, le gustaría conocer aquel otro destino posible de las que fracasan y resisten. Las noviecitas se disponen a llevarlo a visitar la “comunidad” de unos amigos.

Fragmento de un capítulo del libro de Suely Rolnik, Cartografía Sentimental: transformações contemporâneas do desejo. Ed. Estação Liberdade. São Paulo, Brasil, 1989.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras. T.A.A.
(Traducción autorizada por la autora) Buenos Aires, 1993.

El mito de la revolución: la “militante-en-nosotros”
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