Literatura y locura

Sería necesario invocar el nombre de Maurice Blanchot para recordar la voz casi inaudible que marcó, de manera inconfundible, a toda una generación de pensadores, entre los cuales se encuentran Foucault, Deleuze y Derrida. Blanchot, Josefina la cantante -de la filosofía francesa de posguerra…
En la novela de Kafka, el pueblo de los ratones tiene gran admiración por Josefina y hasta siente que necesita de su voz para reunirse, pero no comprende qué tiene ella de tan especial y nisiquiera si es especial. Su canto tiene un aullido, incluso un silencio [1] .Puede ser que su gloria resida finalmente en ese gracioso e indescifrable misterio: tal vez ella jamás hubiese cantado, pero a su modo, con esa “nada de rendimiento”, liberaba al pueblo de las “cadenas de la existencia cotidiana” [2] A Blanchot le llamó la atención esa situación paradójica en Kafka: nunca sabemos si estamos presos dentro de la existencia cotidiana (y “nos vamos desesperadamente hacia fuera de ella”) o si de ella ya estamos excluidos (por eso, “en vano buscamos en ella sólidos apoyos”) [3] Frontera invisible y siempre desplazada entre la vida y la muerte, entre salir y entrar, entre ansiar la comunidad o apartarse en soledad. Kafka lo describió en la forma de un exilio: “ahora ya soy ciudadano en ese otro mundo que tiene con el mundo habitual la misma relación que el desierto con las tierras cultivadas” [4] Pero Blanchot advierte para el sentido de ese destierro, que no cabe considerarlo como una fuga: ese otro mundo en el cual habita Kafka no es un más allá del mundo, nisiquiera es otro mundo, sino el otro de todo y cualquier mundo. [5] Para el artista o el poeta, concluye él, tal vez ni existan dos mundos, como quería Kafka, sino ningún mundo, nisiquiera un único mundo, y sólo el afuera en su huida eterna.
La errancia, el desierto, el exilio, el afuera. ¿Cómo conquistar la propia pérdida, retornar a la dispersión anónima, indefinida pero nunca negligente, en un espacio sin lugar, en un tiempo sin engendramiento, próximo a lo que “escapa a la unidad”, en una “experiencia de lo que no tiene armonía ni acuerdo”? Con Kafka y Blanchot estamos, en todo caso, en las antípodas de una metáfora de la proximidad, del abrigo y de la seguridad, tal como postuló Heidegger para toda una generación. Al acentuar ese contraste con Heidegger, François Collin usa las palabras justas: para Blanchot el lenguaje poético “nos remite no hacia aquello que reúne, sino a lo que dispersa, no hacia aquello que junta sino a lo que desune, no a la obra sino a la inoperancia […] conduciéndonos en dirección hacia aquello que desvía todo y que se desvía de nosotros, de modo que aquel punto central en que al escribir nos pareciera que nos encontramos, no deja de ser ausencia de centro, la falta de origen” No el Ser sino el Otro, el Fuera, lo Neutro. Pasión del Afuera que atraviesa la febril escritura de Kafka, así como la de Blanchot, que reverbera en la obsesión de Foucault con el tema de las fronteras o límites, y de Deleuze en la exterioridad del pensamiento nómade.

La Pasión del Afuera
Como se ve, en el triángulo de autores aquí propuesto [6] -Foucault, Deleuze y Derrida- agregué por mi cuenta y riesgo, un vértice inaparente, que lleva el nombre de Maurice Blanchot o la pasión del afuera. Dos pensadores se encuentran, en general, en un punto ciego, dice Deleuze. ¿No será en ese punto excéntrico, en el pensamiento concebido como el pensamiento del afuera que Deleuze y Focault se habrían cruzado? Si fuese ése el caso, esa pasión del afuera habría insuflado en ambos un soplo no razonable, rediseñando la relación del pensamiento con sus confines, llámese el Afuera, la desrazón, locura o flujo esquizo. Para mostrarlo, si fuese posible cabría instalarse de lleno entre la razón y la desrazón, entre el pensamiento y su exterior.
De paso, que me sea permitido brevemente ir en tal dirección de investigación. Más que un interés propiamente filosófico, histórico, clínico o incluso estético, ese desafío teórico responde a una preocupación eminentemente política. Creo que la interfaz entre la filosofía y la locura, tal como se presenta en Foucault y en Deleuze, puede ayudarnos a repensar el estatuto de la exterioridad hoy, en un momento en que ésta sufre una de sus más aterradoras reversiones. La consecuencia más inmediata de esa rebelión es la impresión sofocante y generalizada de que se agotó el campo de lo posible. Hablando con claridad: por un buen tiempo le cupo a la locura o a la literatura (o más ampliamente al arte), y también en parte a las minorías o a la revolución encarnar esa promesa de un afuera absoluto. Eso cambió por completo. La claustrofobia política contemporánea parece sólo un indicio, entre muchos otros, de una situación para la cual parecemos desarmados, a saber: la de un pensamiento sin afuera en un mundo sin exterioridad.
Antes de entrar en los detalles de la hipótesis que pretendo presentar, tal vez convenga plantear algunas de las cuestiones de fondo que ahí se entrecruzaron. ¿Qué sobró de esa pasión del afuera que nuestros autores exploraron y que ellos nos legaron? ¿Cómo repensar a partir de esa inspiración o a pesar de ella, el concepto mismo de exterioridad? ¿Qué resta de exterioridad en la locura hoy? ¿Cómo evaluar si la exterioridad de la cual disponemos en los diversos campos es todavía capaz de anclar nuestra resistencia a lo intolerable o de suscitar la creación de nuevos posibles?

La antimateria del mundo
Retomemos el estudio original de Michel Foucault de donde provienen parte de esas cuestiones. Yo partiría de una observación, de las más sobrias y penetrantes escritas respecto de la Historia de la locura. La existencia de la locura, dice Blanchot, responde a la exigencia histórica de clausurar el Afuera. Fórmula enigmática, que sólo gana sentido a la luz del diálogo secreto que trabaron, en la distancia que una admiración excesiva impone, Blanchot y Foucault. El autor de Historia de la locura confiesa, en la primera entrevista concedida después de su publicación en 1961, que su libro responde a dos influencias principales. Por un lado, su interés por la presencia de la locura en la literatura –Blanchot, Bataille, Roussel-; por otro, la idea de estructura tal como Dumézil la trabajó. [7] ¿Cómo entender esa “influencia” de Blanchot sobre la Historia de la locura? Más que las novelas por él escritas (Thomas l’Obscur, Aminabad, L’ Arrêt de mort, Les Três-Haut, etc.) tal vez sea necesario evocar la lectura seductora de autores que tuvieron una proximidad extrema con la locura, como Hölderlin, Sade, Lautrèmont, Nietzsche, Artaud, en suma, todo ese linaje que comparece al final de la Historia de la Locura. En efecto, en esos ensayos Blanchot resalta una dimensión ante la cual Foucault, e igualmente muchos de sus contemporáneos, no permanecerán indiferentes: la cercanía necesaria entre palabra y silencio, escritura y muerte, obra y erosión, literatura y desmoronamiento, experiencia de desamparo y colapso del autor. Como dice Le Livre à venir: “Lo primero no es la plenitud del ser, es la grieta y la fisura, la erosión y la fragmentación, la intermitencia y la privación corrosiva: el ser no es el ser, es la falta de ser, la falta viviente que torna desfalleciente a la vida, inaprensible e inexplicable” [8] Blanchot redescubre en la literatura un espacio dilatado que pone en jaque a la soberanía. Lo que habla en el escritor es que “él no es más él mismo, él ya no es nadie”: no lo universal, sino lo anónimo, lo neutro, el afuera. En la entrega a lo incesante y a lo interminable del lenguaje, “el día es más que la pérdida de la estadía, la intimidad con el afuera sin lugar y sin reposo” [9] Aquel que es introducido en ese espacio “pertenece a la dispersión” […] donde el exterior es la intrusión que sofoca […] donde el espacio es el vértigo de la dilatación” [10] La obra como esa experiencia que arruina toda experiencia, que se ubica más allá de la obra, “el más allá donde del ser nada está hecho, donde nada se realiza, la profundidad de la inoperancia del ser” [11] Experiencia insólita, que despoja al sujeto de sí y del mundo, del ser y de la presencia, de la conciencia y de la verdad, de la unidad y de la totalidad -experiencia de los límites, experiencia-límite, dirá Bataille.
Todo ese conjunto temático ya está presente en el prefacio original a Historia de la Locura, posteriormente abandonado. Allí, Foucault hace referencia a un lenguaje originario, “muy frustrante”, en que razón y no-razón dialogan también a través de esas “palabras imperfectas, sin sintaxis fija, un poco balbuceantes”. A través de ellas, dice él, los límites de una cultura son cuestionados, más allá de su dialéctica triunfante. Más allá de la historia, la ausencia de historia, un murmullo de fondo, el vacío, lo vano, la nada, residuo, pliegues. Más allá de la obra, la ausencia de obra, más allá del sentido, el no-sentido. Más allá de la razón, la desrazón. Experiencia trágica encubierta por el surgimiento de la locura en cuanto hecho social, objeto de exclusión, de internación y de intervención. ¿Cómo hacer para que la desrazón, en su irreductible alteridad, en su “estructura trágica”, interrogue el nacimiento de la propia racionalidad psiquiátrica que la reduce al silencio al convertirla en locura?
En todo caso, recordemos los dos términos del título original de la edición de 1961, Folie et Déraison, Histoire de la Folie à l’ Âge Classique. Más allá de los malentendidos líricos que suscitó el binomio Locura y Desrazón, ulteriormente suprimido, nos sigue intrigando. En su ensayo sobre este libro, Blanchot se pregunta si en el espacio que se abre entre locura y desrazón, la literatura y el arte podrían albergar a esas experiencias-límite y, así, “preparar, más allá de la cultura, una relación con aquello que la cultura rechaza: el habla de los confines, fuera de la escritura”. Ante lo cual Foucault responde, en ese diálogo que yo reconstruyo a mi modo, con el ejemplo de Blanchot. En él prima el olvido no dialéctico, la proliferación en dirección a una exterioridad desnuda, el lenguaje como un murmullo incesante destituyendo la fuente subjetiva de enunciación así como la verdad del enunciado, la emergencia de un anónimo, libre de cualquier centro o patria [12], capaz de hacer de la muerte de Dios y del hombre un eco. “Donde ‘eso habla’, el hombre ya no existe más. Contra la dialéctica humanista, que a través de la alienación y de la reconciliación promete el hombre al hombre, Blanchot habría experimentado el esbozo de otra “elección original” que emerge de nuestra cultura. De todas formas, si el lenguaje no es “ni la verdad ni el tiempo, ni la eternidad ni el hombre, sino la forma siempre deshecha del afuera” [13] , se entiende por qué Foucault puede agregar, haciéndose eco de Kafka y de Blanchot, que la escritura no es la parte del mundo, sino su “antimateria” [14]

La parte del fuego
Ya podemos avanzar hacia una hipótesis más general. Si en ese primer momento de su trayecto Foucault cree en la literatura es porque cree en su exterioridad. Y si le interesa el lenguaje de la locura es porque está en juego esa misma exterioridad. Desde ese punto de vista, la escritura y la locura estarían en el mismo plano, teniendo en vista su carácter no circulatorio, la inutilidad de su función, el carácter autorreferencial que le es propio. [15] Pero también su poder transgresor –“el habla totalmente anárquico, el habla sin institución, el habla profundamente marginal que cruza y mina todos los otros discursos” [16] La literatura y la locura pertenecerían a lo que Blanchot denominó La parte del fuego, aquello que una cultura reduce a la destrucción y a las cenizas, aquello con lo cual ella no puede convivir, aquello que hace de ella un incendio eterno.
Sin embargo, en el momento en que explicita ese lugar de la literatura, Foucault también ya se pregunta si la época en que el acto de escribir bastaba para expresar una protesta en relación a la sociedad moderna no estaría quedando atrás. [17] Al rever el espacio de circulación social y de consumo, tal vez la escritura, recuperada por el sistema, haya sido vencida por la burguesía y por la sociedad capitalista, dejando de quedar “afuera”, no conservando ya su exterioridad. E indaga: para pasar hacia el otro lado, para incendiarse y consumirse, para entrar en un espacio irreductible al nuestro y en lugar donde no formase parte de la sociedad, ¿ahora sería necesario hacer otra cosa que no sea literatura? Y nuevamente evoca Blanchot: si hoy descubrimos que debemos salir de la literatura, abandonándola a su “magro destino histórico” fijado por la sociedad burguesa, fue Blanchot quien nos indicó el camino. Aquel que más impregnado estuvo de literatura, pero bajo un modo de exterioridad, es aquel que nos obliga a abandonarla en el momento en que ella se vuelve esa interioridad confortable en que nos comunicamos y nos reconocemos.
La misma lógica valdría para la locura, cuya dimensión de exterioridad estaría igualmente en vías de extinción. Muy tempranamente en su recorrido, ya en 1964, Foucault llegó a profetizar su desaparición inminente. Si hasta ahora la locura era para el hombre esa Exterioridad enigmática, que él excluía pero en la cual se reconocía, que reflejaba todo aquello que él más abominaba pero también todo lo que él era en su constitución más original, su Otro pero también su Mismo, ahora, dice Foucault, en ese futuro que se avecina, la locura dejará de ser ese extraño, esa Exterioridad, esa cuestión, para incorporarse a lo humano como su propio más originario. Proceso al cual dimos el nombre, tal vez irónico, de “humanización” de la locura. A través de él y de su dialéctica diabólica habremos conseguido lo impensable: devorar nuestro propio Exterior.
Nos preguntamos si Foucault no habría esbozado, a través de la “literatura” y “locura”, un diagnóstico más general, referente al estatuto de la propia exterioridad en nuestra cultura. Y si ése fuese el caso, ¿dicho diagnóstico nos sirve aún hoy? Recientemente, Michael Hardt intentó demostrar que el capitalismo mundial integrado asumió la forma del Imperio, al abolir toda exterioridad, devorando sus fronteras más lejanas, englobando a la totalidad del Planeta, pero también sus enclaves hasta hace poco inviolables, agregaría Jameson, como la Naturaleza y el propio Inconsciente. Tal vez advenga de ese diagnóstico tan cruel cuanto precoz de Foucault, y de su realización imperial planetaria, parte de nuestra claustrofobia contemporánea. Es el mundo sin afuera, es el capitalismo sin exterior, es el pensamiento sin exterioridad –frente al cual la fascinación por la locura como bolsón de exterioridad, predominante hace algunas décadas, suena hoy completamente sobrepasado. Es lo que Foucault anticipa, al criticar ya en 1976, los “discursos líricamente antipsiquiatras” y la “ilusión de que “la locura” –o la delincuencia, o el crimen- nos habla a partir de una exterioridad absoluta. Nada es más interior a nuestra sociedad, nada es más interior a los efectos de su poder que la infelicidad de un loco o la violencia de un criminal. Dicho de otra manera, siempre se está en el interior. Al margen es un mito. La palabra del afuera es un sueño que no deja de retomarse. Se ubican a los “locos” en el exterior de la creatividad o de la mostruosidad. Y sin embargo, ellos están involucrados en la red, ellos se forman y funcionan en los dispositivos de poder. [18] ¿Qué habrá hecho Foucault para cambiar tan radicalmente de perspectiva? Con certeza el trabajo sobre las prisiones, la nueva problematización del poder y, por consiguiente, el entendimiento retrospectivo de que la “locura no es menos un efecto de poder que la no-locura”, de que ella es, “según una espiral indefinida, una respuesta táctica a la táctica que la inviste” [19], y que tal vez no quepa sobrevalorar el papel del manicomio y de sus murallas, ya que él debe ser entendido desde afuera, es decir, como una de las piezas de una estrategia positiva “más amplia y exterior” [20]  que, a su vez, está en el origen de una tecnología de la psiquis. [21]
Después de esa nueva perspectiva abierta por el período genealógico, en que “siempre se está en el interior”, ¿qué habrá quedado de exterioridad? No podemos seguir los meandros de ese destino a lo largo de su trayecto teórico, y nos quedaremos con un único ejemplo completamente esclarecedor, el de la experiencia-límite ya en la última fase de su obra. En 1980, al evocar esa experiencia por la cual el sujeto se arrebata a sí mismo, llevado a su propio aniquilamiento o disolución, tema caro a los años ’60, Foucault ya no asocia a la experimentación de la exterioridad de una cultura, como anteriormente –a su “parte del fuego”- sino a una experiencia personal y teórica, por la cual sería posible pensar diferentemente. Si la literatura o la locura ya no constituyen una exterioridad absoluta (pues todo es interior), la experiencia límite es preservada y valorizada en cuanto una operación sobre sí mismo. No la experiencia vivida, explica él, sino lo invivible para la cual es necesario fabricarse. Ya no más la transgresión de una frontera o un interdicto (o incluso si los nombres de Bataille, Blanchot y Nietzsche retornan), sino la demolición y refrabricación de un sí. El afuera gana una sorprendente inmanencia subjetiva. Tal vez haya sido necesario esperar la lectura que hizo Deleuze de ello para aclarar el estatuto inmanente de esa exterioridad resurgida del sujeto en ciernes en un mundo ya sin exterior.

Nomadismo y exterioridad
Ya en Deleuze, es necesario reconocerlo, desde el inicio todo es diferente, sea en relación a la locura, sea en relación al afuera. La locura nunca constituyó para él un objeto de estudio en cuanto tal. Y sin embargo, aparece de manera recurrente, por la cercanía con el pensamiento, como si esa cercanía le fuese intrínseca, como si pensar fuese necesariamente alcanzar esa región volcánica en que precisamente se realiza aquello que la locura revela de modo frustrante, excesivamente “edípico” –a saber, el colapso del sujeto, del objeto, del Yo, del Mundo, de Dios, a favor de una nomadización generalizada de la cual la figura psicosocial del esquizofrénico sería sólo una interrupción grotesca, cristalizada e institucionalizada. Por eso el nomadismo y la relación con el exterior no son exclusivos del esquizo, sino características del pensamiento mismo. Deleuze insiste cada vez más en eso: pensar viene siempre del afuera, [22]se dirige a un afuera, pertenece al afuera, es relación absoluta con el afuera… [23] La expresión pensamiento del afuera, en Deleuze, suena casi como una tautología. Porque para él el pensamiento no es una facultad innata, es siempre fruto de un encuentro, el encuentro es siempre encuentro con el exterior, pero ese exterior como lo subraya Zourabichvili, no es la realidad del mundo externo, en su configuración empírica, sin embargo concierne a las fuerzas heterogéneas que afectan al pensamiento, que lo fuerzan a pensar, que empujan al pensamiento hacia aquello que él no piensa aún, llevándolo a pensar diferentemente. Las fuerzas del afuera, dice él también, no son llamadas así sólo porque vienen del afuera, del exterior, sino porque ponen al pensamiento en estado de exterioridad, lanzándolo a un campo informal donde puntos de vista heterogéneos, correspondientes a la heterogeneidad de las fuerzas en juego, entran en relación. [24] Se impone la constatación: heredándola de Blanchot, y teniendo en cuenta la extensión que le atribuye Foucault, Deleuze hizo una caracterización del Afuera más nietzscheana: menos referida a la literatura de lo que quiso Blanchot en su formulación explícita, menos referida al ser del lenguaje que quiso Foucault en un primer momento, [25] es como si Deleuze resaltase su dimensión estratégica. De ahí, el privilegio absoluto de las fuerzas, “descubrimiento”, además que él atribuye generosamente a Foucault. Las consecuencias de esa perspectiva son diversas: 1) El desafío del pensamiento es liberar las fuerzas que vienen de afuera; 2) el afuera es siempre apertura de un futuro [26] ; 3) el pensamiento del afuera de la resistencia (a un estado de cosas) [27] , la fuerza del Afuera es la Vida. Así, no sólo la vida es definida como esa “capacidad de resistir de la fuerza”, sino que el desafío es alcanzar la vida como potencia del afuera. [28]
Sería el caso de evocar, a partir de ahí, el segundo movimiento presente en esa secuencia: cómo ese afuera, al desplegarse se torna “interioridad”, subjetividad. La subjetividad como una modalidad de inflexión de las fuerzas del Afuera, a través de la cual se crea un interior, “esos seres lentos que somos”, que encierra dentro de sí nada más que el Afuera, con sus partículas desaceleradas, según un ritmo propio y una velocidad específica, donde nos volvemos maestros de nuestra velocidad, relativamente maestros de nuestras moléculas y de sus singularidades. [29] Según Deleuze, en cuanto un afuera es desplegado, un adentro le es coextensivo como Memoria, como vida, como duración. [30] Cargamos en nosotros una Memoria absoluta del Afuera: es el Afuera-en-nos, reservorio ilimitado que realimenta nuestro campo de posibles y para el cual Simondon reservó el nombre griego de apeiron –Ilimitado. [31] La subjetividad, Pliegue del Afuera, recurvatura sobre sí de la fuerza suelta y nómade, bolsón de apeiron.
Si acompañamos el curioso diagrama diseñado por Deleuze en las últimas páginas de su libro para dar cuenta del pensamiento de Foucault, vemos que entre el Pliegue subjetivo y el Afuera hay un estrecho semi-obstruido que, como una membrana, filtra y desacelera a las fuerzas del Afuera, pero al mismo tiempo les sirve de vía de comunicación y de permeabilidad. De ahí, la pregunta: ¿Cómo desobstruir al máximo ese pasaje para que el Otro, el Afuera, lo más lejano se torne intimidad siempre extranjera del pensador? Jacques Derrida usó para esa misma idea una metáfora sugestiva, al comparar el pensamiento con el tímpano. Él explica que el tímpano es una tela extendida, pronta a recibir agresiones, a amortiguar impresiones, a equilibrar las presiones entre el adentro y el afuera. Timpanizar la filosofía significa convertir a esa membrana más oblicua con el fin de que, aumentando su superficie de vibración, sea ampliada su permeabilidad hacia el Afuera, y la filosofía saldría de su autismo. Curvar diferentemente la línea del Afuera a fin de pensar diferentemente. Inclinar esa relación con el Afuera es a un tiempo, remodelar la subjetividad y abrir el pensamiento (esos dos aspectos siempre andan juntos)

Pensamiento y extravío
Pero ese punto extremo, al cual aspira todo pensamiento del afuera, también es aquel en que nosotros nos exponemos al riesgo de que el pliegue subjetivo se abra de par en par, extraviándose en la locura o disolviéndose en la muerte. De ahí, esa cercanía entre el pensamiento y la locura. El pensamiento como apertura hacia el afuera, y la locura como prisión en el afuera y su desmoronamiento en un adentro absoluto. Como un tímpano roto, que ya no filtra nada, ni selecciona, ni amortigua, por tanto nada absorbe. La interioridad, lanzada en la más pura exterioridad, aboliendo la frontera entre el Adentro y el Afuera, entre la superficie y la profundidad. Lógica del sentido, al comparar Artaud con Lewis Carroll, es una variación en torno a este tema: qué sucede cuando la superficie de la membrana subjetiva se desmorona, cuando la línea del afuera cae en una profundidad sin fondo y en ella se clausura, Deleuze insiste en el deseo imperioso que intenta todo pensador: querer el acontecimiento no sólo en la superficie incorporal del sentido, sino en la mezcla corporal, en una “especie de profundidad esquizofrénica” [32] Es la tentación mayor: defender el devenir–loco de la materia, eyectarse en el afuera y allí perderse. Entonces, Deleuze tiene razón al preguntarse si es posible, en el fondo, pensar sin enloquecer. Aspirar al afuera sin diluirse, extraviarse, zozobrar.
A partir de aquí, ¿cómo separar la ambición del pensamiento y el desmoronamiento del pensador? Siempre es tenue la frontera entre el pensamiento del Afuera y la clausura del Afuera en un Adentro absoluto, como lo testimonian el caso de Nietzsche o de Artaud. Es siempre por un tris que aquel que tiene la relación mayor con el Afuera no se encierra como “interioridad de excepción”, según la bella expresión de Blanchot.
Hace décadas atrás, Foucault preguntaba: ¿qué condenaría a la locura a aquellos que una vez intentaron la experiencia de la desrazón? O, en nuestros términos: ¿cómo es posible la relación con el Afuera sin que ella se caiga en un Adentro absoluto? Si en cierta época una sociedad puede confinar el acceso al Afuera sólo a la locura (obligando por eso a poetas, artistas y contestatarios a enloquecer, o a imitar la locura), en momentos y lugares distintos de la historia, otros espacios pudieron abrirse a una relación con el Afuera (espacios chamánicos, proféticos, místicos, políticos, artísticos, etc.) Hoy, la locura, en la forma de la clausura va dejando de ser uno de los modos privilegiados de exposición al Afuera, tal como Foucault lo diagnosticó tempranamente, al observar cómo la locura cedía el paso a la enfermedad mental después de haber soterrado la desrazón. A partir de un cierto momento, Foucault ya no se pregunta más hacia dónde emigró esa exterioridad, después de haber desertado del espacio asilar, así como del literario, porque esa exterioridad misma parece haber sido abolida del todo. Pero ¿será que su trabajó ulterior la consideró realmente abolida?

El Afuera inmanente
Ya en Deleuze, una concepción más inmanente del Afuera lo desprende desde luego de los bolsones de exterioridad demasiado visibles o localizables, así como de la temática de los límites y de las fronteras, por más que el tema de las minorías esté muy presente en los escritos de los años ’70. Sin embargo, Deleuze no se cansa de explicar: no se trata de las minorías en cuanto tales, sino del devenir-minoritario de todos y de cada uno; no se trata de idealizar al esquizofrénico, sino de insistir en la esquizofrenización genereralizada. No hay allí elogio de la locura sino de la procesualidad, de la cual el hecho psicosocial de la locura constituye un triste congelamiento. Sucede que la locura fue llamada a testimoniar sólo por la desterritorialización como proceso universal, sucumbiendo bajo el peso de esa delegación insustentable. De ahí, la consigna de Deleuze & Guattari: “liberar en todos los flujos el movimiento esquizoide de su desterritorialización, de tal manera que ese carácter ya no pueda más calificar un residuo particular como flujo de locura” [33] Ellos hasta retoman la profecía de Foucault según la cual en un futuro próximo la locura dejará de existir como un exterior, sino que le dan un sentido enteramente positivo, casi jubiloso, girando de pies a cabeza: a partir de entonces, ellos sugieren: ¡Que el exterior no necesitará estar confinado y podrá por fin, expandirse por todas partes! La lectura que ellos hacen de la abolición de la frontera binaria entre la locura y la no-locura es la ganancia de exterioridad, y no su pérdida: el exterior no será atrapado sino liberado de su clausura en espacios confinados o privilegiados, retomando la ambición primera de Foucault en favor de un diálogo razón/desrazón más allá de la frontera consagrada. La alteridad ya no está situada más allá de las fronteras, y no necesariamente en los márgenes deshechos. Se trata de una virtualidad de las líneas que nos componen y de los devenires que ellas recorren.
En ese sentido, esa geografía sin fronteras, o esa caída de un Muro de Berlín cultural, no necesariamente representa la victoria de una supuesta totalidad, de la cual Deleuze y Foucault siempre nos enseñaron a reírnos. Deleuze decía, a propósito de un supuesto pensamiento planetario y unidimensional, ya en 1964: hay un punto donde ese nihilismo se vuelve contra sí mismo, con el más extraño de los efectos -él devuelve las fuerzas elementales a sí mismas en el juego bruto de sus dimensiones… El Afuera, supuestamente abolido, no hace sino reaparecer en cuanto estrategia. Es lo que se ve claramente en Foucault en un momento dado, y poco importa si el término desaparece de su vocabulario en cuanto subsiste en Deleuze –una concepción de fondo se vuelve cada vez más común a los dos en el momento en que ellos parecían bifurcarse definitivamente. Fue Deleuze quien formuló el tenor de ese encuentro, si bien más tarde, tal como lo citamos más arriba: Foucault habría descubierto el elemento que viene del Afuera, la fuerza. Es decir, Foucault, con su trabajo sobre el poder le habría devuelto al Afuera su inmanencia estratégica.
Convendría resaltar un último encuentro entre los dos pensadores, tan poco obvio cuanto el precedente. Si como vimos anteriormente para Deleuze la exterioridad es concebida como un fondo-sin-fondo a partir del cual la propia subjetividad emerge, es comprensible que Deleuze no la considere abolida, sino que la detecte en la esencia de la propia subjetividad en cuanto pliegue, memoria absoluta del afuera, contracción del afuera como duración, vida. Entonces, no debería sorprender que él haya redescubierto con la textura más íntima de los propios procesos de subjetivación, precisamente cuando se trata del último Foucault, allí donde presumiblemente estaríamos más distantes de la temática del afuera, abandonada ya en el período genealógico. Es necesario reconocer la audacia de Deleuze por reencontrar “la pasión del Afuera” en el último Foucault, así como en un momento de su obra en que los términos afuera, locura y exterioridad están completamente ausentes de su vocabulario. Él la reencuentra cuando reconoce el afuera como inmanente a la propia subjetividad y a los procesos de subjetivación que Foucault habría detallado, pero también al entender la posibilidad del “pensar diferentemente” como una apelación para desplegar diferentemente las fuerzas del afuera. La apelación del Afuera o la pasión del Afuera encuentran ahí su función estratégica y política, al desencadenar una mutación subjetiva.
A modo de conclusión provisoria, sería necesario decir que ambos pensaron a fondo la locura, y el diálogo posible con ella. Pero en cuanto uno lo hizo tomándola como un objeto histórico complejo, cuya génesis leyó como lo contrario y la condición de nuestro pensamiento, el otro acompañó la tentación de esa cercanía en la fabricación de sus propios conceptos, en estrecha relación con Guattari. Tal vez el rizoma sea la expresión más extrema y acabada de dicha actitud teórica. En efecto, el rizoma podría ser concebido como una radiografía del pensamiento del afuera en su lógica más íntima; es decir, la más volcada hacia el exterior, desvinculado ahora de una ontología del Lenguaje, de la obsesión con los límites, de la promesa de un margen redentor… Finalmente, en él reencontramos la apertura de un desierto, una movilidad olvidadiza, la conexión errante, la proliferación multidireccional, la ausencia de centro, de sujeto y objeto, una tipología y cronología enteramente alucinatorias… En suma, no el mapa de otro mundo, sino la cartografía del otro de todo mundo –aquello que hace otro mundo de éste, liberándonos, como quería Kafka, de las “cadenas de la existencia cotidiana”. A partir de ahí, pueden irrumpir resistencias inéditas y voces inauditas, aptas para desplegarnos diferentemente.

Traducción: Andrea Álvarez Contreras.
Buenos Aires, 20 de septiembre de 2004.

Literatura y locura
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