Lygia Clark y el híbrido Arte/Clínica

¿Cuántos seres soy yo para buscar siempre en el otro ser que me habita las realidades de las contradicciones? ¿A cuántas alegrías y dolores se abre mi cuerpo como un gigantesco coliflor ofreció al otro ser que está secretamente dentro de mí? Dentro de mi vientre habita un pájaro, dentro de mi pecho un león. Éste pasea de aquí para allá incesantemente. El ave grazna, patalea y es sacrificada. El huevo sigue envolviéndola, como una mortaja. Es el festín de la vida y de la muerte entrelazadas.

Lygia Clark, carta a Mário Pedrosa. 1967. [1]

Pájaros y leones nos habitan, dice Lygia -son nuestro cuerpo bicho. Cuerpo vibrátil, sensible a los efectos del agitado movimiento de flujos ambientales que nos atraviesan. Cuerpo-huevo, en el cual germinan estados intensivos desconocidos provocados por las nuevas composiciones que los flujos -paseando de aquí para allá- van haciendo y deshaciendo. De tanto en tanto, la germinación crece a tal punto que, el cuerpo ya no logra más expresarse en su actual figura. Es el desasosiego: el bicho grazna, patalea y termina siendo sacrificado; su forma se tornó mortaja. Si nos dejamos invadir, es el comienzo de otro cuerpo que nace inmediatamente después de la muerte.
Pero ¿exactamente por cuál tendríamos que dejarnos invadir? Por la tensión entre la figura actual del cuerpo bicho que insiste a fuerza del hábito y los estados intensivos que en él se producen irreversiblemente, exigiendo la creación de una nueva figura. Dejarnos invadir por el festín de la vida y de la muerte entrelazadas -lo trágico. Cuánto se logra habitar esa tensión [2] , puede ser un criterio para distinguir modos de subjetivación. Un criterio ético, porque está basado en la expansión de la vida, ya que ésta se da en la producción de diferencias y su afirmación en nuevas formas de existencia.
El arte es el campo privilegiado para el enfrentamiento de lo trágico. Un modo artista de subjetivación se reconoce por su especial intimidad con el entrecruzamiento de la vida y de la muerte. El artista logra escuchar las diferencias intensivas que vibran en su cuerpo-bicho y, dejándose invadir por la agonía de su pataleo, se entrega al festín del sacrificio. Entonces, como un gigantesco coliflor, abre su cuerpo-huevo, donde otro yo -hasta entonces larva- nacerá junto con su obra.
Artista y obra surgen simultáneamente, en una inagotable heterogénesis. Es a través de la creación, que el artista enfrenta el malestar por la muerte de su actual yo, causada por la presión de sus yoes larva que se agitan en su cuerpo. Tal enfrentamiento, el artista lo opera en la materialidad de su trabajo: se inscriben ahí, las marcas de su encuentro singular con el trágico festín. Marcas de esta experiencia, portadoras de la posibilidad de transmisión: se amplían en la subjetividad del receptor, las chances de realizar a su modo ese encuentro, aproximarse a su cuerpo-vibrátil y exponerse a sus exigencias de creación.
Así, el arte es una reserva ecológica de especies invisibles que pueblan nuestro cuerpo-bicho en su generosa vida germinativa; manantial de coraje para enfrentar lo trágico. De acuerdo a los contextos históricos, varía el grado de permeabilidad entre esta reserva de heterogénesis y el resto del planeta, y cuánto el planeta respira sus aires.
En el mundo contemporáneo nos encontramos con una situación paradójica. Por un lado, el arte es un dominio bien delimitado, el cual produce en el resto del planeta la impresión de cierto desvanecimiento del cuerpo-vibrátil. Se instaura un tipo de subjetividad que tiende a desconocer los estados intensivos y a orientarse únicamente por la dimensión formal. El hecho de que el mercado se haya convertido hoy en el principal -si no único- dispositivo de reconocimiento social, contribuye a ello. Las subjetividades tienden a orientarse cada vez más en función de este reconocimiento y, por lo tanto, de las formas que supone valorizables, y cada vez menos, en función de la eficacia de las formas en cuanto vehículos para las diferencias que se presentan. En la constitución de este modo menos experimental y más marketinero de subjetivación, participan especialmente los monopolios mediáticos. En sus arterias electrónicas, navegan por todo el planeta imágenes de formas de existencia glamorizadas, que parecen oscilar inalterables sobre las turbulencias de lo vivo. La seducción de estas figuras, moviliza una búsqueda frenética de identificación. Siempre fracasada y recomenzada, ya que se trata de montajes imaginarios.
Sin embargo, por otro lado, nuestro cuerpo-bicho ha pataleado más que nunca: con las nuevas tecnologías de comunicación e información, cada individuo es permanentemente habitado por flujos del planeta entero, lo cual multiplica las hibridaciones, aguzando consecuentemente el engendramiento de diferencias que vibra en el cuerpo y lo hacen graznar. Así, la disparidad entre la infinitud de la producción de diferencias y la finitud de las formas se ha exacerbado cada vez más: entre el huevo y la mortaja no existe casi intervalo, tal como ya nos lo alertaba Lygia en los ‘60; hoy las formas son más efímeras que nunca.
En otras palabras: muchos flujos, mucha hibridación, producción de diferencia intensificada; pero paradójicamente poca escucha para este torbellino, poca fluidez, potencia de experimentación debilitada. En este mundo de subjetividades marketineras, tiende a ser mínima la permeabilidad entre el arte -donde y sólo donde, el graznido es escuchado como pedido para la creación- y el resto del planeta. Fuera del arte y del artista, cada graznido del bicho, cada muerte de una figura de lo humano, tiende a ser vivido como aniquilamiento total. Esta sensación puede llevar a reacciones patológicas, y ahí ya caemos en otro dominio: el de la clínica.
Entre la reserva ecológica del cuerpo-bicho en el arte y su asilo en la clínica cuando, por transitar inadvertidamente fuera de la reserva, él se patologiza, se esteriliza el poder disruptivo de la disparidad entre el bicho y el hombre. Al no encontrar vías de existencialización, las diferencias terminan siendo abortadas. Ética y estética se disocian: se desactiva el proceso de creación experimental de la existencia; mengua la vida.
A mi entender, es en este contexto donde se ubica la cuestión que mueve el trabajo de Lygia Clark: incitar en el receptor el coraje de exponerse al graznido del bicho; el artista es quien “propone” condiciones para este enfrentamiento. Lo que Lygia quiere es, que el festín del entrecruzamiento de la vida con la muerte extrapole la frontera del arte y se expanda fuera de la existencia. Y la búsqueda de soluciones para que el objeto mismo tenga el poder de promover este desconfinamiento.
Aunque presente a lo largo de toda su obra, tal propuesta puede ser más fácilmente circunscripta a partir de la fase que se inicia con Caminhando (1964), cuando Lygia va más lejos en el investimiento del polo experimental del arte, en detrimento del polo narcisístico/marketinero. En esta fase, ella escribe cosas como: Aunque esa nueva proposición deje de ser considerada una obra de arte, es necesario llevarla adelante (¿nueva moda del arte?). [3] Su pregunta se radicaliza y se explicita con mayor vigor. El sentido del objeto pasa a depender íntegramente de la experimentación, lo cual impide que el objeto sea simplemente expuesto, y que el receptor lo consuma, sin que esto lo afecte. El objeto pierde su autonomía, “es apenas una potencialidad” actualizada o no por el receptor. Lygia quiere llegar al punto mínimo de la materialidad del objeto, donde él no es sino la encarnación de la transmutación que se opera en su subjetividad, punto en el cual -justamente por eso- el objeto alcanza la máxima potencia de contagio del receptor.

Con los Objetos Relacionais, su última obra, Lygia se aproxima lo más que puede a ese punto. Bolsitas de plástico o de paño, llenas de aire, agua, arena o telgopor; tubos de goma, rollos de papel, lienzos, medias, caracoles, miel y otros tantos objetos inesperados se desparraman por el espacio poético que ella creó en una de las habitaciones de su departamento, al cual bautizó: “consultorio”. Son los elementos de un ritual iniciático, que ella desarrolla a lo largo de “sesiones” regulares con cada receptor.
Pero ¿exactamente en qué somos iniciados en este consultorio experimental? En la vivencia de desintegración de nuestro contorno, de nuestra imagen corporal, para aventurarnos en la procesualidad ferviente de nuestro cuerpo-vibrátil sin imagen. Un viaje tan intenso hacia él, más allá de la representación que, por una cuestión de prudencia Lygia depositaba una piedrita en la mano del receptor/paciente durante toda la sesión para que pudiese -como en el caso de Juanito y María- encontrar el camino de vuelta. Vuelta hacia lo familiar, lo conocido, lo doméstico; vuelta hacia la forma, la imagen, lo humano -la “prueba de la realidad” tal como se refería Lygia a este aspecto de su ritual.

De este modo, la iniciación que se da en el consultorio experimental de Lygia no tiene rigurosamente nada que ver con expresión o recuperación de sí, ni con el descubrimiento de alguna supuesta unidad o interioridad, en cuyos escondites se ocultarían fantasías -primordiales o no- que se trataría de traer a la conciencia. Por el contrario, es hacia el cuerpo-huevo que los Objetos Relacionais nos llevan. Estos extraños objetos creados por Lygia tienen el poder de hacernos diferir de nosotros mismos.

La radicalización de la propuesta de Lygia, ya se anunciaba en O Trepante, último ejemplar de su prestigiada familia de Bichos, ganando visibilidad con el puntapié que le dio Mário Pedrosa al verlo por vez primera, con su alegría por poder patear una obra de arte. El gesto memorable del crítico y amigo materializa el Start de un salto que Lygia dará en su trabajo en la secuencia rumbo a una región del arte cada vez más fronteriza, sobre todo el universo artístico de su época. Un misterio comienza a oscilar sobre su obra, que se extenderá durante los últimos veinticuatro años de su vida e incluso después. ¿Es el arte el que Lygia habrá pateado? ¿Se habrá vaciado como artista? ¿Habrá enloquecido?
Doce años después, al crear los Objetos Relacionais, su última obra, es la propia Lygia -a esa altura incomprendida y marginada por el arte- quien aparece con la respuesta: ella se tornó terapeuta. Los pocos críticos que en esa época todavía se aventuraban a reflexionar sobre su obra, tienden a aceptar esta explicación incuestionable. Lo cual, dicho sea de paso, de un modo general, no fue acompañado de un reconocimiento por el mérito terapéutico de su trabajo. Así, se establece la interpretación oficial de la obra de Lygia post-puntapié.

En aquel entonces, yo misma concordé con esta respuesta, tan es así que a pedido de Lygia desarrollé una lectura psicoanalítica de sus sesiones con los Objetos Relacionais, que traté como práctica clínica en una disertación de Psicología, que defendí (como tesis) en una universidad de París. [5] Pero yo no acepto tan fácilmente la interpretación de que Lygia se tornó terapeuta. No por prurito alguno de ortodoxia sino por el contrario, es que me parece que el desafío que Lygia nos propone es justamente el de convivir con la posición fronteriza en la cual, ella se fue ubicando cada vez más.
Es la propia Lygia que, comentando su propuesta con los Objetos Relacionais, dice en una entrevista: Es un trabajo fronterizo porque no es psicoanálisis, no es arte. Entonces yo quedo en la frontera completamente sola. [6] Hoy entendería de otro modo el pedido de Lygia: más que traerlo hacia el mundo de la clínica -como hice en la década del ‘60- sería necesario ir a su encuentro en la frontera.

Aunque me parezca perfectamente posible utilizar la propuesta de Lygia en el trabajo clínico -lo cual además, ella misma deseó- no pienso que haya una Lygia artista y otra terapeuta. Es más, pienso que esta división atenúa la fuerza disruptiva de su obra. El puntapié, gesto de Lygia que Mário Pedrosa protagoniza, no apuntaba al arte sino a su confinamiento en una disciplina autónoma que implica una mistificación del proceso creador. Lygia quería desplazar el objeto de su condición de fin hacia una condición de medio. El salto que Lygia da después de los Bichos, no es hacia afuera del arte ni hacia adentro de la clínica sino hacia una frontera donde se depura la cuestión que atraviesa el conjunto de su obra, la cual tendrá reverberaciones tanto en el arte cuanto en la clínica.

La cuestión que Lygia materializa en su obra, tiene el poder de derribar el cerco que aisla al arte en cuanto reserva ecológica de enfrentamiento de lo trágico. Con ello, termina produciendo híbridos del arte con otras prácticas -especialmente la clínica, lo cual no es azaroso.

Hemos visto que la clínica nace precisamente en un contexto socio-cultural que silencia el graznido del bicho -enjaulándolo en el arte- lo cual hace que, en el resto de la vida social se tienda a vivirlo como trauma. Es curioso recordar que Lygia denomina “estado de arte” a aquello que en nosotros escucha al graznido del cuerpo-bicho y que Deleuze llama “estado de clínica”. El híbrido arte/clínica que se produce en la obra de Lygia explicita la transversalidad existente entre estas dos prácticas. Problematizar esta transversalidad puede movilizar la potencia de la crítica [7] tanto en el arte, cuanto en la clínica.

En primer lugar, gana visibilidad una dimensión clínica del arte: la revitalización del estado de arte, implica potencialmente una superación del estado de clínica. Y, recíprocamente, una dimensión estética de la clínica: la superación del estado de clínica, implica potencialmente una revitalización del estado de arte.

En segundo lugar, descubrimos en ambas prácticas la presencia de una misma dimensión ética: el ejercicio de desplazamiento del principio constitutivo de las formas de la realidad que predomina en nuestro mundo. Deshacerse del apego a las formas-mortaja como referencia para poder constituirse en el festín del entrecruzamiento entre la vida y la muerte, o según palabras de Lygia: “para que todo en la realidad sea proceso”. [8] Su híbrido arte/clínica nos permite ver que crear condiciones para exponerse al malestar provocado por lo trágico es la cuestión ética fundamental que atraviesa estos dos campos.

Y, por último, se explicita una misma dimensión política: desde la perspectiva de su hibridación, práctica artística y práctica clínica se revelan como fuerzas de resistencia a la esterilización del poder disruptivo de la disparidad entre la infinita germinación del cuerpo-huevo y la finitud de las formas que encarnan cada una de sus creaciones. Como hemos visto, la rigidez de la separación entre estas prácticas implica una patologización del estado de arte: disminuyen las chances de constituir territorios que sean la expresión de las diferencias engendradas en nuestro cuerpo-bicho, chances de investir la dimensión experimental de la vida, su construcción como obra de arte.

Pero no por eso arte y clínica se confunden: aunque ambos apunten a la movilización del estado de arte en la subjetividad, la singularidad de la clínica está en tratar los impedimentos psíquicos para esta movilización, lo cual no interesa al arte. Tales impedimentos se erigen siempre en la frontera entre el cuerpo-bicho y sus formas en el hombre, variando sólo las modalidades. Una de estas modalidades es el borderline: una subjetividad que no se encuentra ni prisionera de una forma como en la neurosis, ni perdida en las intensidades del cuerpo-vibrátil, como en la psicosis; sonámbula, ella se equilibra bien o mal en la línea fronteriza. En esta precaria posición, accede más fácilmente el bicho y ejerce una mayor libertad de desnaturalización de las formas. Existe una especie de fluidez de proceso, aunque esté siempre presente el riesgo de caer. Si la caída es hacia el lado de la neurosis hay una detención del proceso, si ella es hacia el lado de la psicosis, el proceso queda rodando en el vacío hasta el infinito. [9]

Lygia nunca ocultó su preferencia por los borderlines, ciertamente por esta versatilidad mayor en el vaivén entre el bicho y el hombre. Con este tipo de receptor, Lygia obtenía más fácilmente el efecto que quería de sus Objetos Relacionais, sin tener que aburrirse con la monotonía de la neurosis, ni agotarse con los terrores de la psicosis. Estas cosas propias de la clínica le pesaban mucho: en innúmeras cartas ella se queja de sentirse impregnada con lo que le pasaba en las sesiones, quedaba totalmente extenuada. A tal punto que, termina dudando de practicarlas, pocos años después de haber comenzado y tiempo antes de su muerte: en 1984, ella escribe a Guy Brett que considera agotado este trabajo, que no se interesa más por él porque ya domina su concepto que, además no es uno sino varios -dice ella. [10]

Pienso que Lygia se dice incluso a sí misma terapeuta, como respuesta a la sordera medioambiental que se constituyó en torno a su obra, situación diametralmente opuesta al éxito que ella conociera en las décadas del ‘50 y ‘60: no se puede olvidar que, el momento en el cual Lygia da el puntapié radical es, precisamente, cuando su prestigio llega a su apogeo a escala internacional. [11]  Es probablemente cuando más sustentada se sintió que ella pudo dar ese peligroso salto en el trapecio de la creación. Pero ella fue demasiado lejos y la red del arte subyacente, desapareció: para el medio artístico -salvo raras excepciones- su obra ya no tenía más sentido alguno. A mi entender, través de esta explicación Lygia quiso crear otra red de sustentación de sentido para sus propuestas, esta vez en el medio psicoanalítico -lo cual además, ella nunca logró.

Pero de ahí a tomar esta interpretación de Lygia como la verdad sobre las sesiones con los Objetos Relacionais hay una distancia. Esta posición implica aceptar el confinamiento de su obra a una terapéutica, lo cual es lo mismo que confinar al arte en cuanto dominio aislado. Entonces, ¿no es precisamente eso lo que Lygia combatió tan obstinadamente? ¿No es precisamente para dislocarse de eso que ella creó este híbrido en la frontera entre los dos campos, como su última arma? Es Lygia misma quien dice: No cambié al arte por el psicoanálisis. Sucede que en todas mis investigaciones terminé haciendo lo que hago, que no es psicoanálisis. Desde que pedí la participación del espectador -esto fue en 1959- , de ahí en adelante todo mi trabajo exige la participación del espectador; mi trabajo siempre fue conducido hacia la experimentación del otro, no sólo hacia mi vivencia. [12] “Por ahora, soy conciente que mi trabajo es un campo ‘experimental’ , rico en posibilidades y sólo eso”. [13]

Insistir en considerar la última propuesta de Lygia como método terapéutico, puede llevarnos a perder lo esencial: la fuerza disruptiva de su híbrido hecho de arte y clínica, que hace vibrar en cada uno de estos campos la tensión de lo trágico, tornando indisociables ética y estética.

Al ubicarse Lygia en el margen del arte de su tiempo, su obra señala nuevos rumbos para el arte, revitalizando su potencia de contaminación. El artista proponiéndole al receptor embarcarse en la desintegración de las formas-inclusive en las suyas- , en favor de las nuevas composiciones de fuerza que su cuerpo va viendo a lo largo del tiempo.

Al ubicarse también en el margen de la clínica de su tiempo, Lygia nos señala a los psicoanalistas nuevos rumbos a explorar. Si nos disponemos a ir a su encuentro en la frontera, somos llevados a encarar el cuerpo-bicho fibra por fibra y a descubrirlo en su riqueza y complejidad propia. Nos damos cuenta que, si es verdad que el trabajo clínico es el de la relación con el cuerpo-bicho que se trata, no es menos cierto que acostumbramos a rebatirlo a sus humanas formas tan pronto lo presentimos. Frente a esta constatación, no podemos dejar de pensar en la necesidad de reorientar nuestras prácticas. Pero ¿hacia adónde apuntan estas nuevas direcciones?

La hibridación con el arte puede ayudarnos a percibir que toda patología se refiere a la relación con lo trágico, más precisamente a la dificultad de hacer el pasaje entre el cuerpo-bicho y sus humanas formas. Hemos visto que son innumerables las versiones de esta dificultad -por ejemplo: quedar enredado en las intensidades del cuerpo. Lacerado por el dolor del graznido, como en la psicosis, o adicto a las estrategias existenciales montadas para anestesiarlo, como en la neurosis. Sea cual fuere la modalidad de interrupción del proceso  [14] , el efecto es siempre el de minar la potencia creadora, entorpecer el estado de arte, llevando a las subjetividades a zozobrar en un estado de clínica.

Nuestras prácticas entonces, consistirían en crear condiciones para una despatologización de la relación con lo trágico. Esto, básicamente pasa por la conquista de una intimidad con el punto inclasificable de donde emergen las formas.

No es abandonar el arte lo que Lygia propone, ni eventualmente cambiarlo por la clínica, sino habitar la tensión de sus bordes. Al ubicarse en esta zona fronteriza su obra tiene virtualmente la fuerza de “tratar” tanto el arte cuanto la clínica, para que estos recuperen su potencia de crítica al modo de subjetivación ambiente; potencia de revitalización del estado de arte, del cual depende la invención de la existencia. ¿Sería ésta su utopía? Le dejo a Lygia la última palabra: “Si la pérdida de la individualidad es de cualquier modo impuesta al hombre moderno, el artista ofrece una venganza y la oportunidad de encontrarse. Al mismo tiempo en que él se disuelve en el mundo, en el que él se fusione con lo colectivo, el artista pierde su singularidad, su poder expresivo. El se contenta en proponer a los otros ser ellos mismos y alcanzar el singular estado de arte sin arte”. [15]

Revista “PERCURSO” Nº 16. Enero 1996. São Paulo. Brasil.
Traducción: Andrea Alvarez Contreras
(T.A.A.) Traducción autorizada por la autora.
Buenos Aires, 14 de marzo de 1997.

Lygia Clark y el híbrido Arte/Clínica
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