Ueinzz – viaje a Babel

Un hombre deambula por las calles de Lisboa, sosteniendo en su mano un enorme micrófono color-de-rosa. El objetivo alegado es completar el sonido de un film inacabado, pero el hombre parece un extraño pájaro unido a una antena parabólica, en busca de todo cuanto fuese audible en la tierra de Camões, o incluso inaudible: el zumbido del viento, el rumor del Tejo, el susurro de los amantes. Casi como en El cielo de Lisboa, [1] de Wim Wenders, sucedió con nosotros en uno de los primeros ensayos que hicimos con los pacientes del Hospital de Día “La Casa”, bajo la dirección teatral de Sérgio Penna y Renato Cohen. El músico Wilson Sukorski llegó con un pequeño grabador en mano, mucho más discreto que el del sonidista de Wenders, para tomar el sonido del grupo. Lo que llamó especialmente su atención fue un gruñido intermitente emitido por uno de los pacientes más desorganizados, especie de gemido nasal rozando un mantra, y que en general termina en una risa ronca. Un sonido que ya ni siquiera escuchamos, al cual nos habíamos acostumbrado como al ruido de la ciudad, a los martillos neumáticos de las construcciones vecinas -para nosotros aquello era puro ruido de fondo, especie de resto sonoro, balbuceo a la espera de una forma futura, júbilo autoerótico, euforia locuaz. Al finalizar el grupo, el músico anuncia, para sorpresa del equipo, que detectó allí el origen musical del grupo.

Un oráculo alemán
En uno de los ensayos subsiguientes, los directores coordinan un ejercicio teatral sobre los diferentes modos de comunicación entre seres vivos: palabras, gestos, postura corporal, sonido, música, todo sirve para comunicarse. Un ejercicio clásico sobre los variados lenguajes de que se dispone: cada animal tiene su lengua, cada pueblo tiene la suya, a veces cada hombre tiene su propio idioma, y no obstante ello a veces nos entendemos. Se le pregunta a cada persona del grupo que otras lenguas habla, y el paciente del gemido, que nunca habla nada, responde inmediatamente y con gran claridad y certeza, infrecuentes en él: alemán. Sorpresa general, nadie sabía que él hablaba alemán. Fue necesario el oído de dos extranjeros para escuchar que aquel paciente al que acompañamos, hace mucho tiempo que hablaba “alemán”. ¿Y qué palabra sabés en alemán? Ueinzz… ¿Y qué significa Ueinzz en alemán? Ueinzz. Todos se ríen -he aquí la lengua que significa a sí misma, que se enreda sobre sí, lengua esotérica, misteriosa, glosolálica. A veces ella es acompañada por un dedo en ristre, otras de una excitación que desemboca en un chorro de orina calzoncillos abajo. La materia sonora es todavía indisociable del cuerpo, es una experiencia plenamente libidinal. Proceso originario del lenguaje que el despotismo de la gramática y de la significación todavía no reprimieron.
Pasadas algunas semanas, los directores de teatro inspirados en el material compilado en los laboratorios, traen al grupo su propuesta de guión: una troupe nómade, perdida en el desierto, sale en busca de una torre luminosa, y en el camino se cruza con obstáculos, entidades, tempestades. En medio del andar, también se topa con un oráculo, que en su lengua sibilina indica el rumbo que conviene a los andariegos. El actor para el personaje del oráculo es prontamente designado: es ese que habla alemán. Al preguntarle dónde queda la Torre de Babel, él debe responder: Ueinzz. El paciente entra con rapidez en el papel, todo combina, cabello y bigotes bien negros, cuerpo macizo y pequeño de un Buda turco, estilo esquivo y esquizo, mirada vaga y escrutadora, de quien está en constante conversación con lo invisible. Es verdad que él es un poco caprichoso, cuando le preguntan: Gran oráculo de Delfos ¿dónde queda la Torre de Babel?, a veces él responde con un silencio, otras con un gruñido, otras él dice Alemania. O Bauru, hasta que le preguntan más específicamente, Gran oráculo ¿cuál es la palabra mágica en alemán? Y ahí viene, infalible, el Ueinzz que todos esperan. De cualquier modo, el más inaudible de los pacientes, el que se hace pis encima y vomita en el plato de la directora, aquel cuyo andar imprevisible diseña la curva que ninguna geometría del espíritu acompaña -¿le cabría a él la incumbencia crucial de indicar al pueblo nómade la salida de las Tinieblas y del Caos? Después de proferida, su palabra mágica debe proliferar por los altoparlantes esparcidos por el teatro, girando en círculos concéntricos y amplificándose en ecos vertiginosos, Ueinzz, Ueinzz, Ueinzz. La voz que nosotros en general despreciábamos porque no escuchábamos encuentra ahí, en el espacio del teatro, una reverberación extraordinaria, en una resonancia, una musicalidad, una eficacia mágico-poética.
Quince días antes del estreno público en el Teatro Tucarena, en San Pablo, con la divulgación atrasada, y ya en la fecha límite para darle un nombre a la obra, uno de los directores dice al finalizar un ensayo, con tono de suspenso: “y el nombre la obra será…” -y se aproxima al oráculo, a la espera del sonido que bautizará el espectáculo. Quedamos boquiabiertos: sorpresa, euforia, con dificultad de saber cómo se escribe esto, wainz, o weeinzz, o ueinzz, la invitación va con Weeinz, el programa con ueinzz, el cartel juega con todas las posibilidades de transcripción, en una gran variación babélica.

El espacio sagrado
Desde el principio ya todo es así de asombroso en ese proyecto de teatro con los pacientes. Todavía en el primerísimo ensayo, los directores de teatro se presentan. Uno de ellos se ubica en el centro, y quiere mostrar cómo se puede, con poquísimos elementos, crear un personaje. Lleva en su mano un enorme sombrero negro de goma, larguísimo, achatado, modelado por los cubofuturistas rusos, y se lo pone en la cabeza. Súbitamente su cuerpo se agranda y se espesa, y él gana un aura poco común, como si fuera un mago o un gigante. Toma un bastón de madera y cruza el aire, en seguida traza con una tiza un círculo en el piso. Invita a alguien a una lucha y anuncia que aquel espacio del círculo está imantado, quien esté dentro estará protegido, quien quede afuera perderá fuerza. Con ese pequeño gesto se inaugura para todos el espacio sagrado del teatro, donde cada uno puede convertirse en actor, donde cada gesto, sonido o postura adquieren densidad y levedad, la fragilidad es esplendor, incluso la brutalidad adquiere gracia y ritmo. Uno de los pacientes se dispone a vestir el sombrero del mago y comienza a recitar un texto medio profético o religioso, con el bastón en las manos, que ahora se volvió un cetro, y en pocos segundos asistimos a su transfiguración incorporal: su cuerpo medio alargado gana la desenvoltura del profeta andariego, su voz discursiva sustenta el anuncio de los tiempos venideros, su recitado político-sociológico y místico-delirante gana ahí una función ritual, una legitimidad escénica, un compartir ritual. El delirio abandona el campo psiquiátrico para reencontrar su función más ancestral, divina o adivinadora. He aquí en ese primer encuentro el embrión del Profeta Zanguezzi, “el hombre que atraviesa los tiempos”, y que en la obra conducirá a la troupe por el desierto con palabras de Khlébnikov, diciendo: “Para aquellos que están vivos…y todavía no murieron/Despierten a la contemplación… La contemplación los llevará/La contemplación es una fuerte guía”.
En el segundo encuentro resolvimos ensayar en otra casa recién alquilada por el Hospital de Día, e hicimos el trayecto de dos cuadras con los pertrechos traídos por los directores, el sombrero cubo-futurista, el cetro y un candelabro antiguo, con una vela en el medio. Se sugiere ir con la vela encendida, atravesar la calle como si se atravesara un río peligroso, el cetro tendrá el poder de cortar el agua del río, y cada uno salta a su manera dicho río invisible; en pocos minutos está configurada una troupe de andariegos en una travesía inmemorial de un desierto o de un Mar Rojo -¿o será una procesión medieval guiada por una luz de vela?-, en pleno barrio de Aclimação y a plena luz del día, para asombro del vecindario y nuestro también.
Y ese que en la calle lleva el candelabro con un placer indescifrable es ya el Hombre de la Luz, que con su manto amarillo iluminará en la obra el camino del Profeta Zanguezzi, abriendo un paso de luz para él y la troupe en medio de las tinieblas. Está claro que el Hombre de la Luz y el Profeta nunca se entendieron perfectamente sobre cuál de ellos conduce de hecho la troupe, uno cree que son sus palabras las que guían, el otro que es su candelabro el que abre paso. Bien o mal, es con ambos que salimos del primigenio Caos del Universo.

Caos
Pues es en el Caos que todo comienza, es con el Caos que comienza la obra, como dice la narradora en el inicio del espectáculo, con las palabras de Paulo Leminski. “Caos/masa ruda e indigesta/apenas peso inerte/desintegrada semilla de la discordia de las cosas/tierra, mar y aire/tartamudean/confundidos”. A lo que el otro narrador, con vos particularmente inspirada responde, con las palabras de Hesíodo: “Si primero nació el Caos, después también Tierra de amplio seno, de todos sede indeclinable siempre, de los inmortales que tienen la cabeza del olimpo nevado, y Tártaro nebuloso en el fondo del suelo de amplias vías, y Eros el más bello entre los dioses mortales… Nueve noches y día de un cincel de bronce cae del cielo y sólo en el décimo alcanza la tierra y, cayendo de la tierra el Tártaro nebuloso. Y nueve noches y días un cincel de bronce cae de la tierra y sólo en el décimo alcanza al Tártaro”. El narrador da especial énfasis a la palabra Tártaro, con su voz ya de por sí trémula y grave, la boca desdentada (varios dientes dañados le fueron extraídos recientemente) y es necesario imaginar cómo resuena para él el tártaro de los dientes y el Tártaro de Hesíodo, la odontología y la ontología, el Caos de la boca y el Caos del mundo, en ese paciente que cada mañana llega diciendo que está muerto y para quien cada día es una larga travesía, una salida del Tártaro y del Caos rumbo a una Torre luminosa, antes que la noche vuelva a derramar sobre el mundo su manto de horror y oscuridad.

Por un triz
En uno de los ejercicios más divertidos propuestos por los directores, cada uno debe henchir los pulmones y atravesar la sala corriendo, con los brazos abiertos y conteniendo la respiración, para finalmente soltar el aire diciendo una palabra de su elección. Uno hace eso medio saltando, otro encorvado, el tercero fluctuando, este viene como una bestia furiosa, aquel en su paso de gigante al borde del colapso y con una voz cavernosa y radiofónica que parece salir de un altoparlante empotrado a tres metros de distancia del cuerpo, y al finalizar todos se arrojan a los brazos de uno de los directores que los espera en la punta de la sala… Y ese gigante, una vez llegado a su destino, habiendo hecho estremecer las paredes de la casa y casi haber aplastado al director tan bajito, se queda allí a su lado, incentivando a los que vienen gritando “¡Soltá la respiración!” Cuando la troupe salida del Caos está toda caída en el desierto, después de una tempestad de arena fulminante, le cabrá a él venir, con su andar desarticulado, como un entrenador de héroes, gritando en medio de los cuerpos tirados para resucitarlos, “Yo soy Gul, el gran entrenador de héroes. Para quien quiera entrar en mi campo de batalla, necesita gritar. ¡Soltá la respiración y gritá una palabra cualquiera!”
En la primera presentación pública, Gul, antes de esa escena azarosamente se quedó en lo alto de una escalinata, lejos del escenario. Para llegar hasta la troupe tuvo que descender la escalera, con su paso trémulo y extrema dificultad de locomoción, a lo que se sumaron los ojos muy espesos, en medio de la oscuridad y de la música tensa. Nadie podía garantizar que no se caería en el camino, o que simplemente suspendiese bruscamente su escena, o gritase pidiendo ayuda. Creo que ahí está una de las características fuertes de esa experiencia teatral, conforme el agudo comentario de un historiador que asistía a una presentación: el espectador nunca tiene certeza que un gesto o un habla tendrá un desperfecto, si serán o no interrumpidos por alguna contingencia cualquiera, y cada minuto termina siendo vivido como un milagro. Es por un triz que todo acontece, pero ese por un triz no es ocultado -él subyace a cada gesto y lo hace vibrar. No es sólo que la seguridad del mundo se ve sacudida, sino que ese sacudón introduce en el mundo (o sólo le revela) su coeficiente de indeterminación, de juego y de azar.
Una mezcla de precariedad y milagro, de desfallecimiento y fulgor, ¿finalmente, qué otra cosa busca el teatro? Actores con treinta años de experiencia tienen dificultad de alcanzar esa calidad de presencia a un tiempo imantada y etérea, que en los pacientes está dada desde el inicio, de movida. Aquella joven que recibió el papel de Serafina que era fina fina fina y que murió de amores por Serafín, pasa la obra en lo alto, en medio del público, en un cuarto lleno de telas blancas bordadas, y cuando le llega el turno baja despacito la escalera y parece una pluma, el paso vacilante, y su cuerpo dice lo inefable, esa frontera entre la vida y la muerte, y nadie entiende por qué todos lloran tanto en esa escena, ya que allí nada sucedió, a no ser la presencia delicadísima hecha de un tenue hilo de vida.
Me gustaría mencionar a un último personaje, entre muchos otros que me veo obligado a omitir. Se trata de un paciente muy politizado, contestatario, provocativo, que siempre pone en jaque las decisiones ajenas, que trata todo el tiempo de dar órdenes y con frecuencia encarna a un concejal, o a un general autoritario, o un guerrillero revolucionario, o incluso a un pensador. Los directores tuvieron la sensibilidad de atribuirle el papel de Emperador anarquista, inspirado en Heliogábalo, de Artaud. Es con las palabras de éste que el narrador anuncia su entrada en escena: “Un extraño ritmo se manifiesta en la crueldad del anarquista coronado, este iniciado hace todo con capricho y en duplicado. En los dos planos, quiero decir. Cada gesto suyo es de doble filo. Orden, desorden/unidad, anarquía/poesía, disonancia/ritmo, discordia/generosidad, crueldad”. Claro que el Emperador rescribió su texto original innúmeras veces (es una actor-autor), cambiándolo en cada ensayo, lo cual resultó algo del tipo: “Yo soy el emperador anarquista, fruto del psicoanálisis y maldecido por la psiquiatría, ustedes son mis juguetes…”. Desde lejos, yo haciendo el papel de pueblo (en uno de los ensayos iniciales, y por pura provocación, yo había gritado contra el emperador un insulto cualquiera, con lo que me fue atribuido ese papel de agitador popular) comienzo a vociferar “Corrupto”, “Canalla”, “Energúmeno”, y él me manda a capturar, y siguen mis quejas de que soy un sin tierra, sin techo y sin teta, hasta que él me entrega una bolsita de tierra, una tela de verdad y una radio para escuchar la voz del presidente. Enseguida sobre la platea arremete un pollo de plástico y dentaduras “hechas en el Congreso” en irónica alusión al Plan Real. Obviamente, después del espectáculo, quedé muy feliz al saber los comentarios hechos por algunos espectadores, de que aquel paciente barbudo que gritaba energúmeno era hasta un actor razonable, pero que el terapeuta emperador fue la estrella de la noche.

Estar a la altura del acontecimiento
Me gustaría salir un poco de ese nivel descriptivo, anecdótico o autobiográfico para ampliar el espectro de este comentario. Es con un cierto constreñimiento personal que lo hago, pues en lo íntimo yo hubiese preferido apenas prolongar el estado de gracia con que viví las presentaciones, y quedarme sólo con la emoción de las escenas, de las voces de los actores y sus modulaciones, sus temblores y timbres, con la música y sus disonancias, misceláneas, ecos, con los gestos de cada uno, sus posturas, tics y cavilaciones; en suma, con la atmósfera de pathos, humor y conmoción que invadió al teatro ya desde la primera de varias presentaciones públicas.
Entonces, a la hora de escribir ¿cómo ponerse a la altura de lo que aconteció, ser digno del acontecimiento, no traicionarlo? Más allá del deleite que puede propiciar, o de la conmoción que produjo y que ha de prolongarse, dicho acontecimiento nos fuerza a repensar nuestro atlas antropológico, nos obliga a rediseñar nuestra geografía mental y ciertas fronteras entre salud y enfermedad, entre la potencia y la impotencia, la vitalidad y el sufrimiento, el arte y la inadecuación, como decía el texto de una de las actrices, o volver a problematizar la relación entre los lenguajes menores y los mayores, o las disonancias vividas y la búsqueda estética, las derivas y las identidades, incluso profesionales. No es posible desarrollar aquí de manera exhaustiva ninguno de esos tópicos, pero sería necesario al menos decir algo sobre la naturaleza de esa conjunción que resultó de la experiencia relatada.
La misma se dio en la confluencia de dos grandes vectores que atraviesan nuestra cultura. El primero es el del teatro, con su cortejo de magia y asombro, ese espacio ritual y sagrado, campo privilegiado de experimentación estética. El segundo vector es el de la vida cuando ella experimenta sus límites, cuando tangencia estados alterados, cuando es sacudida por temblores demasiado fuertes, por rupturas devastadoras, intensidades que traspasan toda forma de representación, acontecimientos que extrapolan las palabras y los códigos disponibles, o el repertorio gestual común, movilizando lenguajes que ponen en jaque a la lengua hegemónica, que reinventan una mirada y una escucha. Es la vida cuando está alrededor de lo irrepresentable, o de lo innombrable, o de lo indecible, o de lo invisible, o de lo inaudible, o de lo impalpable -–con lo invivible. En eso que llaman locura hay, sin duda, una carga de sufrimiento y dolor, pero también un embate vital y visceral, en que entran en juego las cuestiones más primigenias de la vida y de la muerte, de la razón y la desrazón, del cuerpo y de las pasiones, de la identidad y de la diferencia, de la voz y del silencio, del poder y de la existencia. El arte siempre abrevó de esa fuente desrazonada, desde los griegos, y sobre todo el arte contemporáneo que se enfrenta al desafío de representar lo irrepresentable, de escuchar lo inaudible, de mirar lo invisible, de decir lo indecible y lo invivible, de enfrentarse a lo intolerable, de expresar lo informe y lo caótico.

Coreografía de lo sublime
Kant distinguió lo bello y lo sublime justamente por el carácter del objeto que nos impresiona, respectivamente finito o infinito, acabado o inacabado, mensurable o inconmensurable. Lyotard sugirió que el arte contemporáneo habría tomado esa huella de lo sublime kantiano. Por ejemplo, en la pintura contemporánea, que presentifica el exceso de lo impresentificable, utilizando lo informe como indicio de ese mismo impresentificable. De alguna manera, el desafío que atraviesa el proyecto estético contemporáneo, también mueve al espectáculo Ueinzz, en los diversos signos de inacabado que en él evocan a un impresentificable, ya sea de dolor, turbulencia o colapso, y también de inminencia, asombro e intensidad.
Como contrapartida, es necesario decir cuánto nos sirve todo eso en nuestro trabajo terapéutico; hasta qué punto ese ritual inclusivo de las lógicas singulares, de los ritmos emergentes e insurgentes, de los universos insólitos, de las rupturas de comunicación o cómo el ritual y coreografía de todo eso puede dar visibilidad a lo más impalpable y legitimidad a aquello que el sentido común desprecia, teme o abomina, y así poder invertir el juego de las exclusiones sociales y su crueldad. Si el teatro viene a buscar con nosotros la fuerza de lo irrepresentable, es mucho más grande lo que él puede ofrecer a cambio, al dar recursos para que eso que se considera como puro caos gane forma, permitiendo que la expresión de esas rupturas de sentido no zozobre en el vacío. En ese teatro sucede que cada uno puede reconocerse como actor y autor de sí mismo, a diferencia de aquello que el teatro del mundo reserva a la locura, al encerrarla en su nadificación. En ese teatro cada subjetividad puede seguir tejiéndose a sí misma, con la materia prima precaria que le pertenece, y retrabajarla. Subjetividades en obra en medio de una obra colectiva, en el teatro concebido como un semillero de obras a cielo abierto.
En esa obra colectiva en que todo disparate gana lugar, también y sobre todo cuando representa una ruptura de sentido, una singularidad a-significante puede volverse foco de subjetivación, chispa autopoiética. Es el caso de la palabra Ueinzz, sentido a ser descubierto, prolífico, multiplicado, según las distintas apropiaciones a que se presta, pero que también puede tornarse un punto de apoyo, un suelo, un foco de subjetivación para aquel sujeto que lo enuncia o el colectivo que lo acompaña. En eso hay una estética, hay una clínica y hay una ética que yo resumiría en poquitas palabras como: la de una cierta relación con la diferencia. No se trata de un respecto sacrosanto por lo exótico, ni una idealización estetizante del sufrimiento, mucho menos de una mera constatación que aísla a cada uno en su diferencia determinada y allí lo encierra, haciendo de ella una identidad excéntrica. Se trata, por el contrario, de un cierto juego vital con los procesos cuya regla básica es que cada cristal de singularidad, por ejemplo un Ueinzz, pueda ser portador de una productividad existencial enteramente imprevista, pero compartible. Es una producción de obra, de subjetividad, de inconsciente, de rupturas y reacomodamientos en la trayectoria de una existencia, sea individual o colectiva, en que se trata -como diría Artaud- de robarle a la idea de existir el hecho de vivir, extrayendo de la mera existencia la vida, allí donde ella desfallece encerrada.

Autoinvención
Un bellísimo estudio de Richard Sennet demostró hasta qué punto la moderna sociedad industrial vació la dimensión teatral del espacio público, descalificando a las máscaras producidas en la escena social y remitiendo a cada cual a su supuesta interioridad original, su yo [2] . Todo el juego teatral en gran escala fue sustituido por el predominio de un espacio interior vacío, la tiranía de la intimidad hueca, que ya no puede alimentarse de nada pues es referida a sí misma, como máximo a su círculo doméstico y familiar. Sennet muestra precisamente que el yo actual sólo está así vacío porque el espacio público que lo nutría, y el teatro que le era coextensivo, fueron descalificados y vaciados. Esa observación resuena por completo con los textos de Nietzsche, y toda su valorización de la máscara, y de la vida como productora de máscara, y la conciencia que de ello tenían los griegos. Una máscara no esconde un rostro original, sino otra máscara y así sucesivamente, de modo que el rostro propio no pasa de la metamorfosis y creación incesante de máscaras. No se trata de retirar la máscara para encontrar la verdad oculta, o la identidad velada, sino comprender hasta qué punto la propia verdad o también la identidad es una entre varias máscaras que la vida precisa y produce. Si la matriz estética sustituyó para Nietzsche la matriz científica, es porque se trata de producir lo aún no nacido, no de descubrir lo ya existente. Cuestión de autoinvención, no de auto-revelación, de creación de sí, no de descubrimiento de sí.
Es lo que se ve en la construcción de los personajes, que les resuenan con trazos propios a las personas que los encarnan (en efecto, cada personaje fue construido a partir de los actores, y ¡con qué precisión y cuidado los directores fueron sastres del alma confeccionando personajes a medida! -al punto de ser prácticamente imposible “pasar” el papel de uno para otro, ya que los papeles no son universales vacíos intercambiables), al mismo tiempo, en vez de intensificar psicológicamente los trazos de cada uno, en sus dramas íntimos, iluminando la supuesta verdad psíquica interior del sujeto, el que rápidamente desembocaría en un psicodrama de dudosa calidad; en vez de eso el teatro hace que esos trazos conecten con los personajes de la historia, del mito o de la literatura (el Profeta, el Hombre de la Luz, el Entrenador de héroes, la Reina, pero también la Esfinge, el Emperador anarquista, la Torre de Babel), con los elementos cósmicos u otros (el Caos, la Tempestad, las Tinieblas, la luz, la palabra del oráculo). En esa conexión tales trazos singulares son puestos en evidencia pero al mismo tiempo desterritorializados de su contexto psiquiátrico, y arrastrados lejos de sí mismos, son prolongados hasta una cercanía que les permite una transmutación amplificada, en una dinámica que extrapola completamente los datos iniciales y personológicos, haciéndolos reverberar con la cultura como un todo y experimentar variaciones inusitadas. Es donde el teatro ofrece a los pacientes un campo de metamorfosis y de experimentación de un potencial insospechado. Pues los trazos que componen un personaje (las singularidades que habitan a cada uno) no son elementos para una identidad reconocible, en una mímesis referencial; ellos no se suman en un contorno psicosocial, aunque eso pueda estar presente, sino como máscara: la “reina”, el “emperador”… No es un actor representando un personaje, como tampoco es él representándose, es el actor produciendo y produciéndose, creando y creándose al mismo tiempo en un juego lúdico y existencial, desplegando una potencia, aunque en la forma de una entidad histórica o cósmica. Lo que cuenta, más allá de la máscara, son los estados intensivos que esos trazos expresan o desencadenan, las mutaciones de las que esos trazos son portadores, las composiciones de velocidad y lentitud que cada cuerpo logra, consigo y con los demás, los pasajes flujonarios, los índices corpóreos, incorpóreos, sonoros, luminosos, el puro movimiento molecular, el gesto cuántico, el trayecto rizomático. De ahí que el espectador no se pregunte “¿qué aconteció?” o “¿qué aconteció con tal personaje?” sino “¿qué me aconteció?”, registrando el sentido inminente del Acontecimiento -la afectación.

Estética contemporánea y locura
Si la estética contemporánea es fragmentaria, de flujos, rizomática y metaestable, compleja, no-narrativa y no-representacional (y ¿qué es un teatro no representacional -siendo el teatro tradicionalmente el lugar de la representación?), es necesario decir que en todo eso ella resuena extrañamente con lo que nos viene del universo de la psicosis. De ahí tal vez su tremenda capacidad de acogerlo, y la fuerza de ese encuentro. No se trata de expresar un universo interior ya existente (una escena interior, un lugar en esa escena) sino sobre todo de crear un estado, un gesto, un trayecto, un rastro, un esplendor, una atmósfera, y en esos pasajes (des)encadenados ir produciendo nuevas dilataciones, nuevas contracciones, de tiempo, de espacio, de corporeidad, de afecto, de percepción, de clarividencia, un pluriuniverso a imagen y semejanza de esos desplazamientos.
Todo el arte de los directores residió en rechazar el culebrón sentimental o psicológico en favor de lo trágico en su sentido más riguroso. Para precisar ese tema, sería necesario nuevamente evocar a Nietzsche y toda la cuestión de lo dionisíaco, de la relación de los griegos con el dolor y la muerte, del plus de vitalidad que según el filósofo ellos extraían del lado tenebroso de la vida, de la alegre afirmación de lo efímero y de lo múltiple que algunos intérpretes de Nietzsche supieron tan bien poner en evidencia. El encuentro entre el teatro y la locura opera el rescate de ese tema nietzscheano, confirmando cómo el autor de Zarathustra usaba el pasado pero escribía para el futuro, de las artes y de la cultura.
De cualquier modo, en el contexto circunscripto que nos ocupa, el teatro ofrece -para las mutaciones descriptas anteriormente- un campo de imantación privilegiado. Yo diría, que ofrece un plano de composición, un plano de inmanencia: en él todo gana consistencia siempre que pase por esa metamorfosis mágico-poética. A través de él, lo impalpable gana volumen, el pasado se hace leve, lo más discrepante recibe lugar y existe espacio para el error. No es, pues, mera inserción inclusiva, sino transmutación procesual.
La propia pieza es una deriva, una búsqueda, un deambular, una errancia, y nisiquiera el encuentro final con la Torre de Babel, y la reina negra que sale de adentro de ella frenan ese nomadismo, ni reterritorializan el espíritu, ni interrumpen su vagabundeo incesante. En la primera presentación, en los últimos minutos del espectáculo, la troupe giraba en círculos en torno a la Torre de Babel, ya que el acceso a la salida del anfiteatro estaba abarrotada por exceso de público. Un espectador, paciente de otra clínica, resuelve ayudar: se puso frente al Hombre de la Luz y del Profeta y los guió por un camino lateral en medio de la platea. Teníamos certeza de que él sabía hacia dónde nos llevaba, hacia alguna puerta secreta que él conocía, para nuestro engaño dimos de lleno contra una inmensa pared, y allí él nos abandonó. Fuimos de allí bordeando la pared hasta encontrar la salida. Si en el inicio el público estaba esparcido por los corredores esperando que la troupe entrase ritualmente, diciendo a coro Ueinzz, Ueinzz, en la salida final nos apostamos en el hall, como para una foto grupal, y asistimos nosotros a la salida de los espectadores. Y ellos un poco confusos, sin saber si salir o aplaudir o si todavía iba a suceder algo más… Todo es pasaje, el final mismo también es errancia.

¿Estamos curados?
Al finalizar, los pacientes llegaron eufóricos al camarín, felices, plenos, gritando ¡Estamos curados! No se trata de creer literalmente en eso, pero yo diría que el teatro ayuda a curarlos, y a nosotros también, de una serie de manías. Por ejemplo, la manía de reducirlos al personaje exclusivo llamado enfermo (o enfermo mental), papel al cual muchas veces ellos mismos se aferran de manera monocorde, también cuando el periódico “O Estado de São Paulo” en el artículo que hizo sobre el espectáculo los llamó así, la indignación ha sido general -ellos eran actores, no enfermos mentales, ¡enfermo mental es el periodista!. Sería necesario entonces dejar de representar de forma monótona siempre la misma obrita hospitalaria y edípica, abrir puertas y ventanas, cambiar de teatro (!), cambiar de escena (¿qué habría más radicalmente analítico que zambullirse en otra escena, transformando las coordenadas de enunciación de la vida?), cambiar el escenario, cambiar de guión, sobre todo cambiar la mirada sobre los actores y sobre la frontera que nos separa de ellos, no para tornar todo indiferente -¡ah, la ilusión más peligrosa!- sino para dejar emerger otros personajes (y cuántos otros experimentamos en ese quiebre y reconstrucción incesante de la “identidad” de terapeuta), otros estados, otras afectaciones y otras conexiones entre ellos, entre nosotros. El teatro puede ayudar a curarnos de la creencia generalizada, compartida por muchos pacientes y también innúmeros profesionales de salud mental, sobre la supuesta impotencia o ensimismamiento estéril, incomunicabilidad social, incapacidad creadora. O de la idea de que la clínica debe quedar de un lado y la cultura de otro, como si el arte no fuese en sí mismo y a un tiempo crítica y clínica, como si el arte no fuese ya un dispositivo, como si la mirada de un director de teatro, la escucha de un músico, no fuesen -en su exterioridad en relación al campo clínico tradicional y en la posibilidad de asistir a nacimientos que nuestra mirada viciada abortaría- poderosamente clínica, y en el más alto grado.
La escena que el teatro propone (pero eso no es de hoy, ni nuevo, tal vez sea hasta lo más antiguo del teatro -y como se sabe, lo más antiguo tiene su dimensión inagotable de porvenir) también puede ayudar a curarnos de la tentación de sustancializar nuestros personajes cotidianos y sus impasses deseantes. Pues allí cada personaje emerge con la fuerza secreta de la ficción, es decir, contingente, necesaria, precaria, eterna, volátil e inmemorial, todo eso al mismo tiempo. Y cada personaje hace vibrar, detrás de su contorno esquivo y del “por un triz” en que se sustenta, singularidades impalpables. Esos índices mágico-poéticos pueden abrir nuevas composiciones de universo, nuevos pliegues subjetivos. Por ahí, tal vez, esa conjunción de teatro y locura nos sirva para evocar, tanto entre locos como entre los que se dicen sanos, aquello que el deseo todavía está por descubrir de sí y de su potencia en la escena contemporánea. [3]

Este texto corresponde a un capítulo del último libro de Peter Pál Pelbart: “El vértigo por un hilo: políticas de la subjetividad contemporánea”, Iluminuras Editora. San Pablo, Brasil, año 2000.
Traducción: Andrea Álvarez Contreras
(T.A.A.) Traducción autorizada por el autor.
Buenos Aires, 26 de octubre de 2001.

Ueinzz – viaje a Babel
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