Nietzsche y el psicoanálisis

Resumen: Este ensayo tematiza las relaciones posibles entre la genealogía nietzscheana y el psicoanálisis. Primeramente, examina las controversias que surgen de la relación histórica entre la producción nietzscheana y la freudiana para, de inmediato, ejemplificar el uso de la genealogía nietzscheana como herramienta de valoración crítica del psicoanálisis. Por tanto, toma la noción de inconsciente, discutiendo sus transformaciones a lo largo de la obra freudiana de los valores vehiculazos por esos cambios. Concluyo que la creciente identificación/sobreposición entre la noción de inconsciente y la de complejo de Edipo terminó por transformar la propuesta de una apertura a lo desconocido en una nueva forma de modelo familiar.
Palabras-clave: genealogía – psicoanálisis conciencia – inconsciente – Complejo de Edipo – apertura a lo desconocido – modelo familiar.

1- Nietzsche y Freud: controversias.
Llevar a Nietzsche hacia el interior del campo psicoanalítico desarrolla cuestiones polémicas. Pues, necesariamente significa sobre el psicoanálisis las indagaciones críticas de la genealogía nietzscheana, creando incómodo hacia l a institución psicoanalítica, por lo menos para aquella que pretende sustentarse en “verdades universales”. Yendo además de la mera incomodidad, se podría entretanto, cuestionar la propia validez de contraponer formulaciones teóricas exteriores entre sí. Sucede que esa exterioridad constituyó, ella misma, otra cuestión polémica.
Las relaciones históricas entre Nietzsche y Freud permanecen, hasta hoy, controvertidas. Aunque los escritos de Nietzsche y de Freud sean rigurosamente consecutivos, en el sentido cronológico del término, y los de Nietzsche ya estén bastante difundidos en el fin del siglo XIX y comienzos del XX, Paul-Laurent Assoun acepta la tesis de que Freud no había leído casi nada de Nietzsche, basándose en declaraciones del mismísimo creador del psicoanálisis (cf. Assoun 1, primera parte) . Ya Ronald Leher (Leher 6) afirma la existencia de evidencias históricas de que Freud conocía los escritos más antiguos de Nietzsche y que, en 1908, haría discutido secciones de la Genealogía de la Moral y del Ecce Homo con miembros de la Sociedad de Psicoanálisis de Viena. Llega a preguntarse, inclusive, si las lecturas de Freud no hubiesen ido más lejos, dada la grande coincidencia entre las ideas básicas de ambos los autores. De hecho, una deuda teórica de Freud para con Nietzsche es afirmada por psicoanalistas importantes como Ernest Jones y Didier Anzieu, Jones enfatizando la correspondencia entre Superyó freudiano y la formación de la mala-conciencia, descripta por Nietzsche; Anzieu diciendo que Nietzsche ya describía anteriormente la represión bajo el nombre de inhibición, el superyó y los sentimientos de culpa bajo la forma de resentimiento, mala-conciencia y falsa moral, además de haber anticipado otros varios procesos y conceptos [como el retorno de los impulsos sobre sí mismos, las imágenes paterna y materna, la renuncia impuesta por la civilización a nuestros instintos etc. (Leher, op. cit., pp. 2-3)]. Yendo en esa dirección, podríamos llegar a suponer que Freud habría sido un mero continuador de las ideas nietzscheanas, desplegándolas y dándoles un cuño terapéutico, lo cual, además de exagerado, presupone una reducción indiscriminada de ambas obras.
Michel Foucault considera a Nietzsche, Marx y Freud como los grandes hermeneutas del siglo XX, por haber cuestionado la homogeneidad codificadora de los saberes – vigente desde el siglo XVI – encadenando los símbolos en redes inagotables y tornando la interpretación una tarea infinita y auto-reflexiva. En esta perspectiva, los tres autores son ubicados lado a lado, pero sin tentativa alguna de reducir los respectivos pensamientos unos a los otros (Foucault 4). Gilles Deleuze da un paso más allá, al discriminar tanto a Nietzsche, Freud como a Marx; en su valoración tanto el devenir del marxismo cuanto el del freudismo son recodificadores de la sociedad y de la subjetividad moderna, el marxismo recodificando a través del Estado [“ ‘ustedes están enfermos por el Estado y serán curados por el Estado’, no será el mismo Estado” (Deleuze 3, p. 57)], el psicoanálisis haciendo lo mismo a través de la familia [“estar enfermo por la familia, curarse por la familia, no la misma familia” (Idem ibidem)]. Nietzsche ya, según él, funda una especie de contracultura, pues “a través de todos los códigos, del pasado, del presente, del futuro, se trata para él de hacer pasar algo que no se deja y no se dejará codificar. Hacerlo pasar en un nuevo cuerpo, inventar un cuerpo en que eso pueda pasar y fluir: un cuerpo que seria el nuestro, el de la tierra, el de lo escrito…” (Idem ibidem, destacado mío). Es un despliegue de este ángulo interpretativo que pretendo desarrollar aquí.

2- Valorando la noción de Inconsciente
Son innúmeras las perspectivas a partir de las cuales se puede traer a Nietzsche hacia el campo psicoanalítico y hacerlo vibrar en su crítica. Como aquí es imposible, abarcar a todas, elegí una que considero de las más importantes: la valoración genealógica de la noción freudiana de inconsciente.
Es posible decir que la mayor revolución operada por Freud en la cultura occidental fue la postulación del inconsciente y la dimensión dada a ese inconsciente, como fundamento del psiquismo. Otros pensadores del siglo XIX, entre ellos el mismo Nietzsche, ya habían hablado de procesos inconscientes; sin embargo, ninguno de ellos, lo había postulado como sustantivo: o inconsciente, dándole una dimensión tópica o creando una terapéutica basada en su interpretación. Así, el psicoanálisis se definió desde el inicio, como una especie de teoría y práctica del inconsciente, en oposición a la tónica vigente hasta entonces en las psicologías, que prestaba tributo a la conciencia como equivalente del psiquismo. Entretanto, tal vez sea posible decir, también, que la absorción cultural de este nuevo bacilo, que Freud diagnosticó como portador de una “peste”, en consonancia con el propio rumbo que tomó el desarrollo posterior del psicoanálisis, transformaron gradualmente lo que podría haber sido el destronamiento de la conciencia y de la apertura a lo desconocido que nos atraviesa y nos constituye en una nueva codificación de la subjetividad por la familia; es decir, por las formas y valores que conforman la familia burguesa. Se trata como veremos más adelante, de la absorción de la noción de inconsciente por la de complejo de Edipo. Antes de eso, conviene situar brevemente el universo que Freud vino a cuestionar.
La hegemonía de la conciencia en la cultura occidental, si solamente se consolida tardíamente con Descartes, en el siglo XVII, ya venía preparada desde Sócrates y Platón. Es Nietzsche quien nos muestra que ese proceso forma parte de un proyecto más amplio, sea cual sea: disciplinar y controlar el devenir de las fuerzas, criando una metafísica y una moral capaces de conjurar la presencia del caos y de hacer que el mundo se asentase sobre bases firmes. En suma, sustituir la aventura y el riesgo por la previsibilidad racional.
En el universo trágico, anterior al socratismo, se concibe al hombre como un ser eminentemente descentrado, oscilando entre las múltiples potencias divinas, que pueden poseerlo en cualquier momento, y un movimiento, aún incipiente, de apropiación subjetiva. En ese universo, ni la noción de responsabilidad existe totalmente formada; el hombre trágico no posee voluntad propia, en la exacta medida en que puede ser invadido y conformado por potencias divinas y, en esos estados entusiásticos, cometer los crímenes más hediondos, así como participar de estados místicos de buenaventura, fecundidad, éxtasis. En ese sentido, él comparte la multiplicidad de las fuerzas vivas de forma directa, en un mundo también fuera de la égida codificadora del Bien y del Mal. Entretanto, en esa misma época, el derecho ya procura instituir un nuevo orden: el del sujeto responsable, distinguiendo crímenes cometidos “de buen grado” de los cometidos “de mal grado”. O sea, en la ignorancia o con conocimiento de causa. De esta forma, en el universo trágico, la valoración de la responsabilidad oscilaba entre dos interpretaciones diferentes: por un lado se asociaba a la noción de falta (hamártema= “error” del espíritu, polución religiosa, en que el ser humano es invadido por fuerzas siniestras que lo arrastran y enloquecen), por otro lado, era englobada por la noción legal de delito [1] . Primeros intentos de poner orden en un mundo también en gran parte dominado por el caos, ese abismo insondable, vacío primordial, que antecede al ordenamiento del mundo [2] . En ese período, las ciudades griegas, en plena expansión ya solicitan un control mayor sobre las acciones humanas; el caos amenaza, urge poner orden en el mundo.
El socratismo y el platonismo expandieron esa disciplina impuesta a la realidad con la institución de las nociones de la Verdad y del Bien y la postulación de formas transcendentes y racionales, como criterio de valoración del mundo: es el advenimiento de las Ideas, modelos capaces de seleccionar el mundo a través de las buenas y de las malas copias: copias-íconos y simulacros-fantasma.. Ese nihilismo ganará nuevo aliento en la Era Cristiana, con la divinización del criterio-valorador-trascendente.
Entonces. Dios permanece en escena durante toda la Edad Media y atraviesa la Edad Moderna, funcionando como el gran aliado de Descartes, en el siglo XVII, para la institución de la conciencia como res cogitans, criterio para cualquier conocimiento posible. La crítica consiguiente de Kant, se cuestiona la conciencia sustancializada puesta por Descartes, termina por erigir una nueva conciencia, depurada, en principio trascendental: pensada como forma vacía, tornándose entonces, fundamento universal del conocimiento.
El siglo XIX comienza con el idealismo racionalista de Hegel, todavía totalmente apoyado en la conciencia y en la divinidad, y termina con Schopenhauer, Nietzsche y Freud, principales figuras disruptoras de la hegemonía de esos fundamentos metafísico-morales.
La concepción de inconsciente, tal como fue formulada por Freud, se asentaba en dos nociones básicas. La primera era la de la sexualidad: el inconsciente era pensado como deseo sexual reprimido, en la primera tópica y como Id, Superyó y parte del Yo, en la segunda tópica –todas nociones que giran en torno de la sexualidad y de sus transformaciones. La segunda era la de representación: sólo las representaciones, según Freud podían ser reprimidas, por lo tanto, todo el inconsciente reprimido era re-presentado (lo cual, etimológicamente quiere decir re-presentado). Ese apego a las representaciones podría, en un primer examen, sugerir el desplazamiento de la misma dualidad de mundos, iniciada por Platón y continuada por Descartes, para el nivel psíquico.. Por ejemplo, podríamos, imaginar que las representaciones al ser reprimidas, permanecerían inalterables, operando como representaciones-modelo y produciendo copias en el psiquismo consciente. Sin embargo, en esa época la construcción freudiana parecía caminar en dirección opuesta, poniendo en jaque todo el universo bien comportado de los criterios transcendentes modelares [3] . Pues la noción de representación inconsciente, asumida por Freud, parecía operar como un simulacro-fantasma, subvirtiendo y demoliendo cualquier criterio de verosimilitud, en la exacta medida en que incluía en su propia definición los ángulos delineados por la coyuntura traumatizante y los desvíos subjetivos consecuentes [4] . En ese sentido, no guardaba relación alguna con la representación del objeto, en el sentido clásico del término, primeramente porque estaba relacionada al sistema de memoria y ésta, en la acepción freudiana, nunca describió un puro receptáculo de imágenes, sino un desmembramiento, una multiplicación del recuerdo en varias redes asociativas. O sea, por trazo mnésico, Freud designaba “…menos una ‘impresión débil ‘ que permanece en una relación de semejanza con el objeto, que un signo siempre coordinado con otros e que no está ligado a ésta o aquella calidad sensorial” (Laplanche & Pontalis 5, p. 583, resaltados míos).
En segundo lugar, la representación inconsciente no podía guardar relación alguna de verosimilitud con el objeto porque designaba lo que Freud denominó representación de cosa, que es la representación disociada de la palabra capaz de designarla, imposibilitada, así de reconocimiento por parte de la conciencia.
De esa forma, el inconsciente freudiano era formado por representaciones incapaces de verosimilitud alguna con lo que quiera que sea; constituidas en la propia subjetividad y sus desvíos, incapaces de asumir identidad alguna nominal y haciéndose representar de forma múltiple en varias redes asociativas, ellas componían un universo de flujos transmutantes en devenir. No es por azar que Freud, en los textos de la Metapsicología, describe el inconsciente como atemporal, como lugar de convivencia pacífica de contrarios, como regido por proceso primario, con sus condensaciones y desplazamientos; sólo puede funcionar así un espacio que escape a la tiranía de las Ideas, a la disciplina de los modelos.
En esa primera etapa, el inconsciente freudiano parecía estar al servicio de una expansión de la vida por nuevas asociadas, proponiendo una apertura a ese gran desconocido que nos atraviesa y nos constituye; en ese sentido, rompía la comodidad del suelo firme y lanzaba al mundo nuevamente a la aventura y al riesgo, creadores de devenir. En ese período, lo que Freud hacía era, desarrollar y dar forma terapéutica a la tradición iniciada por Schopenhauer y Nietzsche. Estos autores habían comenzado su reflexión ubicando a la conciencia en su debido lugar, Schopenhauer postulando la Voluntad como núcleo del mundo y como esencia íntima del hombre y describiéndola como destituida de conciencia; Nietzsche yendo un poco más lejos.
Para él, lenguaje y conciencia estaban indisolublemente ligadas en su desarrollo, ambas articuladas a las necesidades de comunicación y de representación de la vida gregaria, a su funcionamiento adaptativo, la conciencia siendo una adquisición tardía de la humanidad. Freud pensaba en una dirección convergente, al postular la conciencia y el pre-conciente como integrados por representaciones de cosas articuladas a las respectivas representaciones de palabras; por el contrario, el inconsciente, por representaciones de cosas disociadas de las palabras capaces de propiciarles reconocimiento. Para ambos, pues, conciencia significaba, fundamentalmente, lenguaje; inconsciente: experiencia privada de representación verbal. Nietzsche llega a afirmar que nuestras experiencias más fundamentales no son tonterías, porque les falta lenguaje que, además sólo sirve a las cosas mediocres (GD/CI 26). Y que podemos pensar, sentir, querer, recordar, sin que para ello necesitemos de conciencia, lo cual quiere decir, representación verbal alguna (FW/GC 354).
Entretanto, en cuanto Nietzsche empuja el inconsciente más hacia la vertiente de la experiencia inusitada, rara, indecible e irrepresentable por la vulgaridad del verbo, Freud tiende a pensarla en la vertiente de lo prohibido: es la sexualidad moralmente condenada, capaz de generar una carga de angustia suficiente para expulsar de la conciencia su representación. Diferencia de concepciones que se constituye sobre todo por el ángulo por el cual se enfoca la experiencia humana: el de la nobleza por un lado, el de la marginalidad, por otro; en ambos persiste, entretanto, la misma marca de alteridad: inconsciente es siempre el Otro de la cultura dominante. Explorar o hacer florecer el inconsciente significa, pues, abrir la subjetividad y el mundo a ese Otro, contrario del instituido.
Totalmente diferentes se tornan las consecuencias de todo eso cuando a partir de 1910, la noción de complejo de Edipo comienza a asumir en los textos de Freud un papel centralizador y codificador. Pues, a partir de entonces y cada vez más, todos los deseos pasan a encontrar un denominador común: se centran en el triángulo padre-madre-hijo, como si todo en la vida se resumiese a la familia, la interdicción del incesto, al ingreso en una sexualidad modelar: renunciar a papá y mamá para, un día, llegar a ser papá o mamá. Ahora, es soberanamente conocido cuánto esas formaciones sociales son piedras angulares de la cultura y de la moral dominantes, cuánto, a partir de ellas, se excluyen y se marginalizan todas las otras formas, incompatibles con tales modelos legitimados. Más tarde, Lacan, tratará de dignificar todo eso; entonces dirá que se trata de algo más fundamental: la propia fundación del inconsciente y consecuente adquisición del lenguaje, imposibilitadas sin el rompimiento de la simbiosis madre-hijo. No ingresar en esa supuesta Ley del Orden significa volverse psicótico; así, las opciones no son muchas: o se acepta la inserción en el modelo o se está condenado a la locura. A partir de ese rumbo, la noción de inconsciente se enreda en un callejón sin salida; desde Tótem y Tabú hasta los escritos freudianos finales, todo gira en el mismo círculo; la filogénesis, por un lado, la cultura familiarista por otro, todo se reduplica en significantes edípicos: deseo incestuoso, envidia, fantasía de muerte, culpa etc. etc… etc… Lo que parecía designar al Otro de la cultura dominante, amenaza entonces volverse la expresión más directa de la codificación disciplinar instituida.
Pero, que se entienda bien: aquí no se está censurando a Freud por preocuparse de las cuestiones de transmisión de los códigos familiares, ni tampoco desconsiderando el papel central y nuclear que la familia pasó a desempeñar en el mundo burgués, con el consecuente confinamiento de la sexualidad infantil a ese universo modelar. Todo eso es bastante conocido, conceptualizado. Lo que es importante señalar es que la ausencia de una valoración crítica de los valores lleva a Freud a tomar por universal lo que es históricamente datado y a reducir el alcance de su “peste”, confinando al inconsciente al deseo edípico reprimido y sus figuras modelares. Incluso la ampliación posterior de la noción, con la postulación del Id, del Superyó y de la parte inconsciente del Yo, si por un lado parece diversificar el concepto de inconsciente, no llega a alterar significativamente el rumbo de las cosas, pues, en esa etapa, el peso de la filogénesis familiarista sobre tales nociones ya es muy grande. Incluso, es posible que el apego progresivo de Freud a las explicaciones filogenéticas, universalizando biológicamente formas sociales, se deba, en gran parte, a la ausencia de una genealogía de los valores realmente crítica.
Con todo, se podría argumentar que Freud no opera esa reducción en todos los niveles, que eso describe más una tendencia general que un hecho consumado o, en suma, que siempre es posible descubrir innúmeros Freuds, cada vez que se releen sus textos. También pienso así. Es posible, inclusive, que la potencia crítica de un libro importantísimo como El Anti-Edipo escrito por Deleuze y Guattari a comienzos de los ‘70 – haya sido, en parte, disminuida por la manera contestataria- y, hasta cierto punto, poco armónica- con que enfrentó los textos freudianos. ¿Resquicios del mayo francés (1968)? Es posible que sí. De cualquier modo, esa forma beligerante terminó produciendo resistencia en muchos psicoanalistas. En aquella época, escuché a varios colegas comentando cosas de este tipo: “Aquello es esquizoanálisis, no tiene nada que ver con nosotros.”
Traer a Nietzsche hacia el interior del campo psicoanalítico puede significar usarlo como criterio selectivo para descubrir, textualmente, lo mejor de los Freuds: lo más creativo, lo más potente, lo más crítico, lo que logró mirar más lejos. O detectar cuál Freud es absorbido y digerido por Melanie Klein, por Bion o por Lacan y a qué valores sirven tales transformaciones. O valorar las oscilaciones que provoca Winnicott y en qué direcciones. Eso solo a modo de algunos ejemplos.
Nietzsche conserva sobre los psicoanalistas una única pero singular ventaja: haber hecho de su genealogía una práctica de valoración crítica de los valores; para él, como dice Deleuze, se trata de hacer pasar a través de todos los códigos, algo que no se deja y no se dejará codificar, que permanece a una cierta distancia crítica del mundo, entrando en resonancia con su devenir, disecando y valorando los movimientos de sus fuerzas, productoras e diseminadoras de valores.
Las consecuencias de una depuración crítica del psicoanálisis son bastante preciadas a nivel de la clínica: se trata, nada más ni nada menos, de saber qué tipo de hombre queremos ayudar a construir, si uno que sea creador de valores o meramente reproductor. El número de años de práctica clínica, en la profesión psicoanalítica, puede llevar a la ampliación progresiva de la capacidad de escucha, pero también a un cierto exceso de familiaridad con el alma humana, creando la ilusión de una sabiduría pronta, acabada. Vi psicoanalistas freudianos con bastante experiencia y bien conceptuados operar un tipo de diagnóstico inicial de un paciente y, al concluir tratarse de una histeria, por ejemplo, sentirse absolutamente autorizados a encaminar todo el “proceso psicoanalítico” en la dirección de la interpretación del Complejo de Edipo. Pero ahí el psicoanálisis cesa como investigación y se torna pura diseminación de preconceptos; el psicoanalista, un productor de subjetividades seriadas. Zarathustra preguntaba a ese tipo de “sabio”:

“Para mí, en todo, asumes excesiva familiaridad para con el espíritu; y de la sabiduría, con frecuencia, haces un asilo y un hospital para malos poetas.
No sois águilas: por eso tampoco experimentasteis la felicidad que hay en el terror del espíritu. Y quien no es pájaro no debe hacer su nido sobre abismos.
Me resultáis tibio; pero fría es la corriente de todo conocimiento profundo. Gélidos son los pozos más íntimos del espíritu: un alivio para manos y trabajadores ardientes.
Para mí, ahí están respetables, tiesos y rígidos: ¡vosotros, sabios famosos! Ningún viento o voluntad poderosas los empujan.
¿Nunca viste una vela caminar por sobre el mar, redondeada, inflada y trémula por el ímpetu del viento? ¡Igual a la vela, trémulo por el ímpetu del espíritu, camina por sobre el mar mi sabiduría -mi sabiduría salvaje!
Pero ustedes, servidores del pueblo, ustedes sabios famosos
-¿cómo podéis caminar junto a mí?” (Za/ZA, II, “De los sabios famosos”)

Es probable que el psicoanálisis, en este final de siglo, también tenga que aprender con vuelos de águila sobre abismos, corrientes heladas y el ímpetu del viento sobre velas en el mar. Quién sabe si Nietzsche pueda enseñarnos un poco de esos diferentes temblores del espíritu.

Referencias Bibliográficas
1. Assoun, P.-L. Freud e Nietzsche – Semelhanças e Dessemelhanças, São Paulo, Brasiliense, 1989.
2. Brandão, J. Mitologia Grega, vol. I, Petrópolis, Vozes, 1986.
3. Deleuze, G. “Pensamento Nômade” in Marton, S.(org.) Nietzsche hoje?, São Paulo, Brasiliense, 1985.
4.“Platão e o simulacro” in Lógica do Sentido, São Paulo, Perspectiva, 1982.
5. Laplanche, J. e Pontalis, J. B. Vocabulário da Psicanálise, Santos, Martins Fontes, 1970.
6. Leher, R. Nietzsche’s presence in Freud’s life and thought, Albany, State University of New York Press, 1995.
7. Naffah Neto, A. Paixões e questões de um terapeuta, São Paulo, Ágora, 1989.
8. Nietzsche, F. Werke. Kritische Studienausgabe, coleção organizada por Colli, G. e Montinari, M., Berlim, Walter de Gruyter & Co., 1967-78.
9. Vernant, J. P. y Vidal-Naquet, P. Mito e tragédia na Grécia Antiga, São Paulo, Duas Cidades, 1977.

Traducción: Andrea Alvarez Contreras
Supervisión: DR. Hernán Kesselman
Buenos Aires, 14 de diciembre de 2000

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